domingo, 28 de agosto de 2011

Jerusalén la tierra santa del altiplano

El altiplano paceño tiene su Jerusalén. El pueblo que lleva el nombre de la capital de la Tierra Santa del mundo católico en el continente asiático se erige en la provincia Ingavi, la llamada cuna de la cultura aymara. Sus habitantes están curtidos por el frío, el sol, las heladas y los ventarrones, en medio de un paisaje rodeado de tierra, piedras, pajonales, montañas; son los herederos y predicadores de los milagros que dieron nacimiento a ese pedazo que, según ellos, fue recorrido por los incas.

Martes 2 de agosto. La madrugada hace temblar los huesos. Las chamarras calientan como simples camisas. Las explosiones de dinamita anuncian la algarabía. La diana de la banda de músicos sirve de despertador. Ponchos y polleras multicolores salen de sus hogares de adobes, ladrillos, pajas y calaminas, y se dirigen al epicentro de la comunidad, dominado por las dos canchas y la unidad educativa. Los escolares lucen sus chompas cafés tejidas con lana de oveja y pantalones cremas hechos con bayetas.

Los miembros de las 80 familias de esta localidad del municipio de San Andrés de Machaca, incluso los que emigraron a las urbes de La Paz y El Alto, están listos para devolverle vida a su Jerusalén, que sólo resucita en las fiestas, como en la de este “día del campesino” y en la organizada por la fecha de su fundación: 21 de septiembre. Actos cívicos, danzas, demostraciones escolares… son parte de la agenda que inicia una jornada antes e incluye una verbena y el nombramiento de los prestes 2012.

Todo es alegría en esa región de pastores y agricultores. Jesús Ticona luce la vestimenta que simboliza poder entre sus homólogos. El mallku porta su poncho rojo, su chicote, su ch’uspa, su ch’ullu y un sombrero negro. Se concentra como para elevar una oración y, secundado por el profesor Freddy Paz, relata la historia de los Apaza, que irradiaron el evangelio tras ser testigos de un milagro. Ello sucedió el 21 de septiembre de 1926 y tuvo como protagonista a su hijo de cinco años, Calixto.

Esa mañana, el pequeño hacía pastar a sus ovejas en la planicie, cuando de repente quedó petrificado, distraído; de nada le importó que sus animales se fueran por su lado. Su padre, Saturnino, lo halló casi sin habla, le llamó la atención y lo golpeó. El pequeño, con señales de dolor y dominado por el llanto, le mostró a su progenitor lo que le había dejado estupefacto. Era una medalla dorada que tras ser tomada por Calixto, le había provocado ir a su vivienda para traer barro, cebo y lana.

Construyó una pequeña capilla artesanal con los materiales, y luego prendió una vela para alumbrar el altar diminuto. Saturnino miró asombrado lo creado por su hijo y al observar la medalla, quedó atónito al revelar que tenía incrustada la imagen del Cristo crucificado, del Señor de la Exaltación. Como acto reflejo, se puso de rodillas y se arrepintió de haber agredido a su retoño. Su exaltación no terminó allí, sino que ese momento prometió al de arriba que construiría una gran iglesia en ese sitio.

Sus vecinos también cayeron rendidos ante el milagro. El lugar fue bautizado con el nombre de Jesuspata. Saturnino nombró a 12 ecónomos, que al estilo de los apóstoles elegidos por Jesús, se dedicaron a dirigir las alabanzas hacia Dios. La fama de la obra de los Apaza trascendió fronteras. Ticona y Paz relatan que hasta allí llegaban enfermos que sanaron por acción divina; jóvenes que rezaban para solucionar sus problemas, y que luego volvían agradecidos… Así nació la milagrosa Jerusalén.

Con los años, Saturnino edificó el santuario que hoy sigue en pie en el camino al pueblo. Se cuenta que Alfredo Calcinas, un hombre sentenciado por la justicia y perseguido por varios procesos judiciales, fue indultado tras visitar esta tierra y su templo, al que decoró como agradecimiento. Pero esta historia también tiene su Judas, cuenta Paz, una “persona ingrata” llamada Agustín Apaza, quien se resistía a las adoraciones y difuminó la versión de que por allí habitaban hechiceros, adoradores del Diablo.

Milagro en San Andrés

Según Paz, el cura Taguada, el corregidor Sardón, el juez Aguilar, entre otros, irrumpieron un día en Jerusalén. Hallaron a los ecónomos guiando las oraciones, agarraron a algunos y los chicotearon, otros huyeron al monte. Luego, Saturnino fue tomado preso y se lo llevaron ante las autoridades de San Andrés de Machaca, donde recibió la pena de ser quemado vivo en una fogata atizada con leña verde. Fue así que el predicador se despidió acongojado de sus seres amados y de sus seguidores.

Antes de afrontar su destino, nombró “primer apóstol” a Valeriano Apaza y le entregó las llaves de la parroquia. Y llegó la jornada de la sentencia, cuando sucedió otro hecho milagroso: todas las autoridades de San Andrés amanecieron enfermas y lo atribuyeron a la voluntad divina para que Saturnino continúe su labor. Lo indultaron, ante la alegría de sus fieles. Pero nada más se sabe de la vida del iluminado, sólo que cuando dejó este mundo, su hijo Calixto tomó la posta en su confradía.

Hoy, la iglesia de piedra caliza es el monumento que atestigua la leyenda de los Apaza. Una joya arquitectónica coronada por sus arcos pétreos al ingreso. Las misas se apoderan del sitio cada domingo y cada 21 de septiembre, en la fiesta de la fundación. Los lugareños dicen que sufrió varias reparaciones, que perdió su techo por los fuertes vientos. Es un símbolo de la fe de los habitantes de Jerusalén, aunque muchos han cambiado sus creencias al evangelismo, por influencia de los emigrantes.

El mallku Ticona y el profesor Paz se suman a la celebración del 2 de agosto. Las cervezas comienzan a ser destapadas. La banda despliega todo su repertorio, que sólo es recortado para los minutos de silencio en honor de Adolfo Ticona, esposo de la pasante de este 2011, Susana Alanoca. Los nuevos prestes de los eventos del “día del campesino” del siguiente año lucen orgullosos sus cintillos y sus chicotes, símbolos de su promesa ante sus vecinos, ellos correrán con todos los gastos de los actos.

Todos desfilan. En el trayecto emerge la figura imponente del santuario; todos se persignan al pasar por sus arcos, por la puerta de esa prueba de fe que Saturnino Apaza edificó en esos parajes que, según los comunarios, guardan pasillos subterráneos que eran frecuentados por los incas en el período prehispánico. Los extraños no pueden penetrar en el templo porque guarda, celosamente, la prueba de que allí está la tierra santa del altiplano paceño: la medalla hallada por Calixto hace más de siete décadas, donde hoy se erige Jerusalén.


No hay comentarios:

Publicar un comentario