Como estudiante de colegio, solía viajar en vacaciones con mis compañeros por el camino precolombino del Takesi, obra monumental de factura humana en un paisaje natural que fue motivo de admiración de viajeros de la talla de Alcide d’Orbigny. En su trayecto desde los casi 5.000 msnm del paso de la Cumbre, hasta los 2.200 de la mina Chojlla, se aprecia la maravillosa diversidad biológica de Yungas en medio de neblinas, lluvias y sol.
Uno de esos viajes se tornó en aventura debido a que hicimos la travesía a fin de año y en época de lluvias. Hubo mazamorras, un tropezón que me dejó colgando de una rama hacia el barranco... pero todo fue apaciguado cuando al llegar a la mina Chojlla, después de regatear con el comisario, pernoctamos en una celda de la prisión porque teníamos todo mojado y pocas ganas de armar carpas.
El retorno en camión era lento y se complicaba por los derrumbes; debíamos esperar a que los tractores limpien piedras y barro. En las paradas, en un camino tan angosto, por lo prolongado de la espera se entablaban guerras de mandarinas, limas, papayas, había encuentros entre vacacionistas, yungueños, tertulias, desayunos, almuerzos...
Los camiones tardaban más en pasar debido a que los tractores debían prepararles una plataforma ancha y sólida. Los carros livianos, en cambio, se abrían paso veloces. Aquella vez, una pareja de personas mayores me invitó a llevarme en su auto. Con la posibilidad de llegar en menos tiempo y de cruzar la Cumbre más abrigado, pensé en aceptar, pero la voz de mi conciencia me dijo que habíamos iniciado el viaje en grupo y debíamos sufrir, disfrutar y regresar juntos, así que seguí en el camión con mis amigos.
Antes de llegar a Unduavi vimos a un montón de gente viendo hacia el barranco. Nos enteramos de que la movilidad de los señores que poco antes me habían convidado a acompañarlos se había embarrancado.
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