Después de varias postergaciones y planes fallidos, mi hijo y yo decidimos llegar a Buenos Aires por tierra. Y es que teníamos tiempo, pero no mucho dinero, así que descartamos la vía aérea y elegimos abril, por los feriados, aquel 2009 de su bachillerato. Un adolescente y un adulto no siempre coinciden en gustos, pero aquella resultaba siendo la ocasión de oro para mimarnos y filosofar. Mi hijo, Ignacio, echó a volar sus primeras pasiones el día en que fuimos al estadio, una tarde de 1998, cuando él tenía seis años. Desde entonces no he podido recuperarlo en su estado original, porque un extraño maleficio lo convirtió en el hincha de fútbol más ensimismado del planeta. Esa fue la razón para encaminarnos a Buenos Aires, la ciudad donde él encontraría miles de individuos de su estirpe.
De mi lado, yo pretendía mostrarle el mundo de los viajeros esforzados, los que cargan olla, mochila, saquillo y mote. Era un modo de instalarlo en la Bolivia profunda y polvorienta, que todo colegial de la zona Sur de La Paz debe saborear, antes de partir a estudiar allende los mares. Y sí, objetivo cumplido. Al pasar por Tupiza, hubo derrumbe y parálisis ferroviaria. Llegamos a Villazón al mediodía, no para el desayuno, como estaba previsto. Ello nos obligó a tomar el ómnibus de la medianoche. El viaje desde la Quiaca es cómodo, aunque casi eterno: implica dormir dos noches sobre ruedas. Al final, fueron 69 horas y media en todo el trayecto. Ignacio se batió maravillosamente. Fue una excelente prueba para su paciencia, rasgo poco frecuente entre los adolescentes.
Llegamos a Buenos Aires a las seis de la mañana. Por algún momento pensé que nuestra primera actividad sería recuperar fuerzas en la ducha y la cama del hotel. Imposible. Ignacio había mostrado su temple con el único objetivo de recorrer estadios y asistir a la mayor cantidad de partidos. El viaje estaba diseñado para sumergirse de lleno en el mundo de las hinchadas y los goles. De modo que dejamos las maletas y salimos a lugares tan atractivos como la Bombonera o la cancha de Huracán. A duras penas conseguí incluir en la agenda una visita al Museo de Arte Latinoamericano de la ciudad. Ignacio me dijo que aceptó la interrupción cultural sólo porque no estaba tan lejos del Monumental, es decir, del estadio de River. Y ahí estaba yo, metido entre los fanáticos, tratando de aprender las decenas de canciones, odiando a los rivales y contemplando a mi compañero de viaje, viviendo una experiencia similar al de un devoto musulmán en la Meca.
No supe de tangos ni dulce de leche, todo fue estética de muchedumbre y alineamiento bélico sobre graderías de cemento. Al volver a La Paz, nos acompañó la buena suerte, al extremo de haber alcanzado a comprar los últimos dos asientos del tren a Oruro. Haciendo el balance, hoy que Ignacio ha decidido ser economista, sólo le auguro un viaje igual con alguno de mis nietos, si es que los educa bajo idénticas pasiones.
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