Dicen los arqueólogos que las pinturas rupestres de Calacala (Cala-Cala o Qala-Qala), ubicadas a 20 kilómetros de Oruro, tienen alrededor de 2.400 años de antigüedad. Hoy es difícil saber cuanto más había de valor en estas concavidades de piedra, pero lo que queda es un hermoso mensaje del pasado.
Aunque muchos de los dibujos, particularmente los más pequeños, se confunden en la rugosidad de la roca y en algunos casos son apenas visibles, el conjunto principal, de mayor tamaño, en el que destaca una llama blanca bien proporcionada, deja una impresión indeleble.
Además de las llamas, que suman más de cincuenta entre pequeñas y medianas, hay figuras de pastores de rebaño y de cóndores. También se pueden ver depresiones artificiales redondas ("cúpulas", las llaman) que fueron talladas en la roca y son parte esencial del conjunto; posiblemente se trata de oquedades para depositar algún líquido como ofrenda.
En el sitio arqueológico, las autoridades de la Sociedad de Investigación del Arte Rupestre de Bolivia (SIARB) -con apoyo y financiamiento de Holanda, Alemania y la Fundación Bradshaw- tuvieron el buen criterio de armar en 2002 una pasarela de madera, sobria y sólida, suficientemente cerca de las pinturas para admirarlas y fotografiarlas y prudentemente lejos como para que a nadie se le ocurra tocarlas.
Antes, había que trepar la ladera y acercarse a duras penas para admirar los dibujos. El tiempo es implacable, sin embargo. Las pinturas han sufrido un deterioro perceptible aunque no muy serio. La figura más grande, la llama blanca, cuya altura es mayor a 50 centímetros, muestra desprendimientos que no eran visibles hace algunos años. No parecen daños producidos ex profeso, sino producto del paso del tiempo y de la exposición de las pinturas a la intemperie.
Tradicionalmente el lugar ha sido resguardado por miembros de una familia campesina que vive en los alrededores. Antes, cuando no había cercas ni se cobraba por el ingreso, ellos estaban pendientes de los visitantes, y aparecían en el lugar en cuanto se aproximaba algún vehículo. Ahora, se turnan cada año para llevar un control estricto de las personas que visitan el lugar, así como del dinero que recaudan por el ingreso.
Impresiona la honestidad de Faustino Cruz Apaza, que está ahora a cargo del cuidado del lugar. Aunque podría fácilmente burlar los controles, como hacen tantos, Faustino es muy responsable y cuidadoso; en un cuaderno anota los nombres de los visitantes y el precio que pagan por ingresar, y además entrega los recibos correspondientes. Cada cierto tiempo, deposita el dinero en un banco en Oruro.
Cruz Apaza explica que las figuras fueron pintadas con una mezcla de cebo y sangre de llama (las marrones) y con polvo de piedra caliza (las blancas). Cuenta también que en las inmediaciones aparecen a veces “huellas de tigre” (puma de montaña, en realidad) en la nieve, aunque a él no le ha tocado ver a ninguno.
Calacala (“muchas piedras”) está, al parecer, bien resguardado, pero en un país con un nivel de educación cívica tan bajo, ningún cuidado es suficiente. La suerte, aquí, es que el sitio está en manos de cuidadores responsables y al parecer bien supervisados. No sucede lo mismo en un sitio arqueológico tan importante como Tiwanaku, donde la “comunidad” hace lo que le viene en gana y sin supervisión, al extremo de haber permitido que el sitio se deteriore.
El patrimonio debe cuidarse, y si se abre al turismo debe hacerse con el mayor cuidado y supervisión, para evitar daños irreversibles. El turismo descontrolado suele llegar con efectos devastadores a este tipo de sitios cuya fragilidad salta a la vista. A veces los visitantes, inconscientes, ignorantes y salvajes, escriben sus nombres cerca o encima de las representaciones antiguas y dejan otros graffiti, destruyendo el carácter documental de las figuras originales que tienen muchos años de antigüedad. Ya lo sabemos con certeza, el hombre es el animal más depredador.
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