Pagina Siete
Encarnar el personaje, ponerse en sus zapatos y seguir su rutina como turista es la única forma de entender su realidad desde una óptica diferente, vivencial.
Para empezar esta travesía como extranjera en mi ciudad natal, me identifico como argentina; primero voy a una oficina de información turística cerca de la Plaza del Estudiante, donde María Peña me facilita un plano del centro paceño que, por excelencia, es el referente turístico para quienes prefieren los paseos cercanos y a pie.
“Caminas cinco cuadras por esta avenida y vas a llegar a la iglesia San Francisco. En esa zona encuentras artesanías”, me explica.
Obediente a la instrucción, recorro El Prado, esquivando a decenas de personas que pasan por las estrechas vías.
En 15 minutos llego a la calle Sagárnaga, el punto de encuentro de extranjeros que pasean frecuentemente por este camino empedrado, cámaras en mano.
En las tiendas y galerías donde ofrecen todo tipo de artesanías y tejidos, si identifican que eres extranjero suben el precio de su mercadería, justificando el valor de estas piezas “hechas a mano”.
“Llevate este aguayo, es original. Está a 400 bolivianos”, me dice uno de los vendedores. “Está muy caro”, le respondo. “Entonces, ¿más o menos cuánto quieres pagar?”, insiste sonriente.
Es como si los turistas fueran presas fáciles de los comerciantes. Siempre amables y pacientes, se ingenian para comunicarse con aquellos que no hablan español y no se rinden sino hasta convencer de las “bondades” de sus productos nativos a sus clientes.
En mi paso por la calle Linares, una señora rápidamente se acerca para ofrecerme unos fósiles de piedras que fueron halladas en Tiwanaku. “Son pura piedra. Lo hemos excavado y lo hemos partido. Mirá, está enterito”, me dice.
“¿Y a cuánto está?”, pregunto. “A 80' pero tengo uno más pequeño a 50 bolivianos”, responde. Y luego, ante mi desinterés, pregunta mi nacionalidad y agrega: “ah, los argentinos se llevan esta pieza de cobre. Está a 300”.
Mediodía en la Pérez
La Pérez Velasco es uno de los íconos de la ciudad donde reina el caos y el ruido de los gritos de voceadores, la bocina de minibuses y los pitazos de policías.
En medio de ese caos, llega la hora de almuerzo. “Disculpe, ¿dónde encuentro un lugar para comer por aquí?”, pregunto a un transeúnte. “Vaya al Mercado Lanza, ahí sirven almuerzo”, me recomienda. Repito esta pregunta a otros tres ciudadanos y me sugieren el mismo lugar, como referente para un almuerzo.
Sin hacer caso al consejo, continúo mi camino por la avenida Camacho bajo una lluvia torrencial; y casi sin sorpresa me topo con una marcha que paraliza el flujo vehicular. Ése es el pan de cada día en La Paz.
Prosigo mi ruta, descifrando el mapa que tengo entre las manos. Por su tamaño, las cuadras parecen mucho más cortas y no se diferencian las subidas y bajadas de la hoyada paceña.
Un policía me explica cómo llegar a la plaza Murillo, donde empieza mi recorrido por el casco viejo de la ciudad. “Subes tres cuadras y después te doblas a la izquierda”, me indica.
Sigo la ruta trazada por sus manos y subo una cuesta empinada por la calle Colón que me quita el aliento en la primera cuadra.
Esta plaza emblemática es uno de los destinos infaltables en La Paz. Sus imponentes monumentos y las musas de mármol siempre están rodeadas de palomas, a las cuales la gente alimenta.
En las calles que bordean esta plaza se encuentran diversos museos; los precios de las entradas son diferentes para extranjeros y para nacionales.
No obstante, mi próximo destino es la calle Jaén, un pasaje empedrado, silencioso y con aire colonial, donde se ofrecen servicios de comida y paquetes de viajes para turistas, que a las dos de la tarde todavía están cerrados.
Sin más que hacer por la zona, decido visitar el mirador de Killi Killi que, según el mapa, se encuentra a ocho cuadras; pero, dado el cansancio, prefiero tomar un taxi. “¿Hasta el mirador de Killi Killi?”, pregunto al chofer. “20 pesitos sería”, me responde. Sorprendida por la tarifa lo dejo pasar, pero eso el lo que pagan los turistas.
Sin otra opción, subo a uno que me cobra 15 bolivianos, precio que se justifica al llegar a este lugar donde la ciudad se ve como una laguna de luciérnagas... Frente a ese cautivante paisaje concluye esta particular experiencia de ser turista en la hoyada paceña.
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