domingo, 10 de junio de 2012

En Itaú, en el Gran Chaco

El alazán tostao que yo montaba avanzaba rápido y, a pesar del golpetear violento de sus patas sobre la greda reseca del camino, de rato en rato resoplaba fuerte abriendo las narices, como queriendo sacudir el calor del verano chaqueño, sofocante y húmedo a esa altura de febrero, aunque pienso que estaba más acostumbrado que yo y sabía que en esa época puede llover todo el día y en una breve resolana de pocas horas dejar esta costra seca en el suelo y nuevamente llover, en cuestión de horas.

El cielo teñido de azul intenso me parecía impresionante; al fondo un par de nubecitas se colgaba del horizonte, el infinito parecía jalarme hacia sí como para demostrarme lo pequeño que soy frente a esa increíble morada de espejismos literarios, brotados todas de las mentes alucinadas que pretenden explicar lo desconocido con magias y artificios de ficción. La interminable nube de pilpintos blancos y de un verde claro, con jaspes amarillos entre las alas, y las mariposas de colores avanzaban disputándose la cálida humedad de la bosta de las vacas en el sendero; a cierta distancia parecían un decorado fino, como una garúa intensa de acuarela sobre la picada.

Tuve que detenerme, al final del sendero, en un descampado frente a la brecha, la bajada pedregosa y empinada desacomodó el ensillado, la cincha se había corrido al pecho, siempre me pasaba eso o, en el mejor de los casos, se me corría la cincha a la verija.

Me apegué a un chari y en vez de acomodar el apero desabroché el correón, bajé la alforja de cuero que era una reliquia, herencia del abuelo, ahí llevaba el material del mate, saqué también la pava chiquita, negra y abollada que trajinaba casi oculta entre los pellones junto al doblez del cabestro; sacudí fuerte la montura para ventilar el lomo pajeriao del guasaco y saqué el frenillo del hocico espumante mientras el charcón soltaba un suspiro aliviado, hasta pareció guiñarme un ojo agradecido cuando aprecillé el lazo en el destorcedor del bozal y lo puse a pastar.

Hice fuego y preparé la mateada sin apuro, me saqué el sombrero de ala ancha, reventé un tábano en el cuello y aticé un poco la fogata, sorbí suavecito la bombilla del amargo y pensé en don Anastasio Altamirano. El viejo flaco parecía tener la piel pegada al hueso y ni un milímetro de carne. Sus callos en la palma te contaban de muchas horas de lazo, hacha y pial. Junto a la fuerte tenaza de sus dedos casi se podía ver rodar los dados jugando al crap. En los ojos se notaba el cansancio de un largo trajinar, la boca siempre presta a la sonrisa dejaba ver la dentadura todavía fuerte, pero teñida de tabaco y un envido embustero bailando entre los labios; sombrero de suela, abarcas de quiña hechas por él mismo.

Lo conocí el día en que llegué a Itaú, crucé el río con los zapatos en la mano y el pantalón chorreando de agua y arena; yo había planeado conocer la finca del abuelo y quedarme un par de semanas, descansando, como quien planeaba el futuro, mientras intentaba saber algo de mi viejo, a quien no pude conocer nunca. Anastasio apareció entre los tuscales montando su rosillo.

Apenas se percató de mi presencia empezó a sonreír.

-¿Lavando la ropa? –, dijo, con la voz áspera como el olor a vino tinto que la envolvía; el chocante tono de burla en cada palabra me puso en guardia.

- ¿Perdón? -, atiné a replicar, aunque en realidad no supe contestarle, me balanceaba en una piedra de la orilla tratando de ponerme los zapatos.

- ¿Dónde es el viaje, forastero? –, insistió.

- Voy a Buen Retiro en San Miguel-, respondí.

- Una legua río abajo, poco más o menos -, agregó el viejo.

- ¿Cuánto tiempo será? –, pregunté, porque no tenía la menor idea de cuánto era una legua y necesitaba saber si faltaba mucho.

- Como una hora y media, a pata... La única propiedad con un algarrobo gacho al centro del corral, la casa está en el borde. No hay dónde perderse-, explicó.

No hay dónde perderse, para él, claro está, porque yo sólo veía un tupido monte verde a ambos lados del camino carretero que se trenzaba con el río.

- Le agradezco la ayuda-, dije.

- Anastasio Altamirano – respondió, ofreciéndome la mano con la muñeca abrazada por el arreador.

- Gracias otra vez y mucho gusto-, añadí.

- ¿Cuál es su gracia paisano? – ,volvió a preguntar, a tiempo que yo reiniciaba mi caminata.

Una lágrima me anudó la garganta recordando que ese mismo día a Altamirano lo sembramos, como dice el pueblo guaraní de sus difuntos, en esta tierra que ya no quiero dejar nunca.

1 comentario:

  1. muy bien, me alegro que hayan publicado el relato... sin embargo no encuentro la cita de autor... por favor si fueran tan ambles les agradezco si hacen la correspondiente corrección y me comprometo a pasárles otros más de la misma colección.
    Saludos cordiales: Ramiro Majluf Ayo autor de este relato publicado por el periódico Página Siete.

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