La calle Jaén no es una calle sino una callejuela. Está escondida entre otras callejuelas, calles y avenidas de La Paz. Suma menos de cien metros de punta a punta y no disimula una curva levemente pronunciada que no permite ver un extremo desde el otro. Está cerrada al tráfico. Todas las construcciones tienen dos pisos, con farolas y balcones, algunos cerrados, algunos con nobles trabajos de herrería, los patios son generosos y conforman el corazón de las casas. La mayoría son de los siglos XVIII y XIX; algunas son más viejas, ninguna es más nueva. El estilo es abiertamente colonial. Dicen que los paceños están orgullosos de la calle Jaén. Dicen también que la recorren cada vez que pueden, que todo buen paceño se las ingenia para darse una vuelta por la calle Jaén camino al trabajo o al mercado o al bar. No sé si será cierto. Lo que sí es cierto es que la enseñan a los forasteros con reservas, como si se vieran obligados, como si se acordaran a último momento, como si temieran que acabe llena de letreros de “baby alpacas” o de “cholitas wrestling”.
Apariencia Está empedrada de pared a pared, de frente a frente; una calle sin veredas, o una calle que es todo vereda, o simplemente eso: calle empedrada y nada más. Muchas personas que la recorren por primera vez, generalmente a la búsqueda de museos (la proporción de museos por metro cuadrado es notable: hay cinco en menos de cien metros), tienden a replicar la muletilla que tantos desastres hizo en las llamadas ciencias de la cultura; repiten que es una callejuela detenida en el tiempo, que el tiempo parece haberse congelado, que el tiempo esto y aquello. De algún modo sacan a la calle Jaén del tiempo, del presente; la sitúan en un pasado histórico impreciso.
Pasado colonial Su pasado se remonta al callejón Cabra-Cancha desde el siglo XVI y nunca estuvo exento de apariciones espectrales. El callejón Cabra-Cancha según los relatos que recoge la tradición oral era lugar de paso obligado, permanente, infatigable de toda presencia maligna, demoníaca, extraña que se atreviera a los 3.600 metros de altura. Duendes, carruajes fantasmales tirados por caballos infernales, almas en pena que arrastraban cadenas, todo el inframundo salía a pasear por las noches en el callejón Cabra-Cancha. La estrella del universo de las ánimas era una viuda condenada que seducía a quienes encontraba borrachos a altas horas de la noche y los conducía al mismísimo infierno. Los vecinos, temerosos de las apariciones recurrentes y de no poder embriagarse tranquilos, montaron una enorme cruz verde en la esquina de las actuales calles Jaén e Indaburo, justo donde empieza la callejuela.
Histórica y solemne Tiene inserta en una pared una solemne antorcha y debajo de ella hay una placa, aunque la calle Jaén tiene tantas placas por metro cuadrado como museos. Esta placa, bajo la antorcha, que es propiedad de un “bar cultural” llamado Etno, en el 722 de Jaén, es un guiño a las últimas palabras de Murillo: “Nunca se apagará”. Nunca, ni una vez, vi esa llama encendida. Pero, si hay que elegir, en una noche cerrada, es mejor que esté apagada la llama que la cruz verde. Nadie está a salvo de las misteriosas presencias que rondan la calle Jaén. Han visto a numerosos jinetes sin cabeza, me cuentan, pero prefiero no herir las susceptibilidades de ningún espíritu patriota.
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