Lutgarda duerme fuera del claustro donde están los cuartos del resto de las hermanas. Su habitación está cerca de la puerta que da a la calle, a la que, a veces, llaman muy tarde los viajeros que llegan a Apolo a altas horas de la noche. Aunque ella se levanta cada día a las cinco de la mañana, siempre está atenta para atender a los que se alojan en lo que antaño fueron las celdas de los monjes, que quedaron en desuso en el Monasterio de Nuestra Señora de Nazareth.
El complejo religioso tiene 250 hectáreas de tranquilidad y naturaleza: árboles frutales, plantas de café, campos de verduras, conejos, cerdos, vacas, corderos… De la manutención de todo ello se encargan diez monjas, con algo de ayuda externa. Todo lo que se cocina aquí, tanto para las monjas como para los turistas, se cultiva o cría intramuros. Incluso hay un pequeño embalse en el que viven algunos peces que, también, acabarán en la olla.
El producto más famoso del convento es el vino que, por supuesto, también hacen las religiosas con mandarina y naranja de su cosecha, y venden al público. Es ésta una tradición que se remonta hasta la llegada de los fundadores del monasterio, alemanes de la orden cisterciense.
Aunque Lutgarda es una de las hermanas más jóvenes del convento, cuenta la historia del lugar como si la hubiera vivido. En mayo de 1927, los germanos arribaron a estas tierras y abrieron varios centros religiosos en la zona: en Santa Cruz del Valle, Santa Bárbara y Santa Catalina, así como en Apolo. Aquí construyeron la parroquia, que está ubicada en la plaza principal del pueblo, que era también residencia de los monjes. También fundaron un hospedaje para niños huérfanos y el colegio Fátima, dos instituciones que hoy continúan funcionando.
Allá por 1945, se decretó la necesidad de unir a todos los cistercienses de la zona en un solo lugar y se decidió levantar un nuevo edificio, más grande, para acogerlos a todos. El terreno elegido, sobre el que hoy se asienta el monasterio, estaba de- sierto, “era horrible”, explica Lutgarda. Ahora, es un vergel con riachuelo incluido, amenizado cada cuarto de hora por las campanas del reloj de la torre de la capilla.
En principio, el lugar se concibió como centro de religiosos varones. Sin embargo, fueron mujeres las que se quedaron. Tras el asentamiento del nuevo monasterio, “empezó la vocación boliviana”, es decir, la entrada en la Orden de monjas del país (como ella misma, que es de la zona, hizo casi dos décadas atrás). Del grupo inicial, sólo queda una religiosa alemana, ya mayor, a la que se puede ver sentada en un lado del claustro, de acceso restringido.
“Las hermanas han empezado de cero”, relata Lutgarda. Con sus manos levantaron las tapias que bordean el complejo y, durante años, proveyeron al pueblo de miel, madera, arroz, vinos… Incluso, tres días a la semana, trabajaban en el molino (que aún se conserva) para moler el trigo con que preparaban pan. Éstos y otros productos eran comprados por los habitantes del lugar, al que apenas llegan abastos por la falta de una carretera en condiciones. De este modo, el monasterio era autosostenible.
Estas monjas son de clausura, situación que se relajó tras la celebración del Concilio Vaticano II (durante los 60). Hoy, se puede conversar con alguna de las hermanas que transitan por el jardín y Lutgarda sale a la calle alguna que otra vez.
Otro cambio, pero perjudicial para su economía, fue la llegada de la carretera que une este punto de la provincia Franz Tamayo con La Paz. Entonces, cayeron las ventas de sus productos y hubo que pensar en reconvertir la dinámica del convento. Había todo un bloque de celdas frente a la capilla que habían quedado vacías (eran menos los religiosos residentes y visitantes) y surgió la idea de utilizarlas como alojamiento. El hotel arrancó hace una década con una oferta de 12 camas. Hoy, tiene 60 y la que fuera la antigua capilla sirve como comedor a los visitantes. La comida es rica, de la tierra y abundante.
Un movimiento intenso
Como buenas hermanas, cada una tiene sus tareas asignadas. Lutgarda se encarga de atender a los huéspedes y de administrar la economía de la casa; la Madre Superiora cocina y cuida el jardín; otra, confecciona los hábitos; algunas, ataviadas con el hábito y la toca, montan a caballo para ir a recoger a las más de 100 cabezas de ganado que pasan el día pastando en una de las vastas estancias que pertenecen a la Orden. Entre los ayudantes, hay un hombre que lleva muchos años aquí: él fue uno de los niños que vivió su infancia entre los muros de Nuestra Señora de Nazareth, gracias al albergue de huérfanos y de niños de familias con pocos recursos.
La paz y la tranquilidad del ambiente sólo son surcadas, además de por las puntuales campanadas, por las risas de los pequeños que se benefician de la obra social de la orden. Aquí viven, salen para sus clases en el colegio y, en el monasterio, reciben lecciones religiosas.
A la puerta de este sitio no sólo vienen a llamar personas que pueden costearse el precio de la estancia. Hay habitaciones para los que llegan de las comunidades a fin de hacer trámites o viajar y no tienen con qué pagar un alojamiento.
Aunque a Lutgarda no le falta trabajo, siempre está dispuesta a pasear un rato y mostrar al visitante los encantos de la finca (la caminata puede durar tres horas).Moviéndose con agilidad por entre las ramas y yerbajos, a pesar de sus sandalias, la monja enseña la antiquísima moledora de café (tal vez su uso le haga aparentar más años de los que tiene). Allí también está el molino de trigo y el pequeño cafetal. Tras el convento, lechugas, tomates, repollos crecen en campos ordenadamente sembrados. Al otro lado de la capilla, donde acuden feligreses a la misa de domingo, más allá del claustro, está la zona de los animales, con estanque de patos incluido.
Traspasando el muro, hacia las afueras del pueblo, están las otras dos estancias donde algunas hermanas están cosechando y donde el ganado pasa el día, hasta que lo guardan en la finca del convento y el hotel. En el terreno hay algo de mara, varios motacús, achiote (del que se saca colorante rojo que sirve, entre otros, para las barras de labios) e, incluso, guayaba silvestre. “De esto voy a preparar un jugo para mañana”, piensa en voz alta la monja. Por el camino recoge también algunas mandarinas.
De retorno, cae la tarde y comienza a refrescar. Las parabas de la hacienda cantan al atardecer. Lutgarda acuerda la hora de la cena para tener todo listo y se despide con una plácida y tranquila sonrisa. El reloj de la torre anuncia la llegada de otra tranquila noche en el convento.
Café orgánico del Madidi
Una pequeña parte de las hectáreas del monasterio fue cedida por las hermanas a la Asociación de Productores de Café APCA-Apolo. Allí llega el café que recolectan y tratan en plantas de prebeneficio 18 comunidades del Parque Madidi (en ellas se fermenta y se lava). En el pequeño edificio se embolsa el café que se vende al público y, en su mayoría, a una conocida cadena de cafeterías de La Paz. Además, hay unas pocas mesas donde se sirve café caliente y helados a los clientes que, en moto (también se puede ir a pie) acuden a pasar la tarde en las afueras del pueblo. La bolsa de 250 gr cuesta Bs 25.
No hay comentarios:
Publicar un comentario