No había vuelto a los Yungas desde que tenía cinco años, cuando mi padre cumplía en Guanay con el otrora “año de provincia”, último requisito para ser médico. De modo que era casi como visitar el lugar por primera vez.
Ya entonces como hoy se conocía la ruta hacia el norte como el “Camino de la Muerte”, por lo que alertado estaba. Pero, como decía John Ramos, el fotógrafo, “durante el primer viaje a los Yungas nunca pasa nada”. Hasta ese momento, no le había dicho que no era mi primer viaje.
La misión era tomar un bus cualquiera de Villa Fátima hasta Caranavi, donde alquilaríamos una camioneta que nos trasladara a Tipuani. Nunca recordaré el nombre de la empresa del bus que nos transportó, pero tampoco olvidaré que me pareció demasiado grande para tan angosto camino.
De hecho, la primera gran impresión que tuve, y que más de un viajero debutante debe recordar con pavor, es ver colgado algo menos de un tercio de la parte trasera del bus en cada curva cerrada del camino de tierra. O sentir cómo sube el ritmo cardiaco cuando hay que ceder el paso a otro vehículo, retrocediendo y buscando desesperadamente explanadas, como si fuesen oasis en el desierto.
“¡Carajo, no responde!”, fue lo que alcanzamos oír de la voz del chofer quienes estábamos en los asientos posteriores del bus, en tanto su ayudante decía: “Agárrense, agárrense'”, mientras se acercaba cada vez más hacia la puerta, que estaba cerrada. El descontrol a esa altura era total, con los pasajeros gritando casi al unísono: “¡No, Dios mío, todavía no!”.
Fueron apenas segundos los que pasaron hasta que el bus frenó de emergencia en una de esas benditas explanadas, pero cada momento me quedó grabado. Por alguna razón mecánica que no llegué a saber, el volante del vehículo no giró' Más bien, como murmuró el propio chofer: “Fue en un lugar anchito del camino”.
Parecerá irresponsable y hasta disparatado lo que contaré, pero ante el simple compromiso de que “todo ya estaba solucionado” y luego de esperar hora y media sin poder hacer un transbordo, todos continuamos el viaje a Caranavi' Apreciar el paisaje fue lo que menos hicimos.
Ya en el lugar, a mucha insistencia nuestra, cerramos el trato con el dueño de una camioneta, pero que requería “unas dos horitas para poner a punto la nave”. Un cruce de miradas entre el fotógrafo y yo resume la escena'
Como había algo de tiempo, John sugirió refrescarnos en la piscina del hotel, donde siempre se hospedaba cuando el periódico le encargaba una cobertura en Caranavi. Fue lo mejor que nos pasó desde que salimos de La Paz y la sensación de la combinación del agua fresca, el clima templado y una bebida fría del lugar pudo haber sido el primer y único recuerdo del momento, si no hubiéramos tenido que salir de la piscina muertos de miedo y ante la risa de los presentes. Sucede que cuando todo parecía inmejorable, una pequeña víbora de color amarillo, quizás de 30 centímetros, ingresó al agua sin previo aviso.
Ya en el camino a Tipuani, y con el incidente del bus, no pudimos esconder el nerviosismo ante el sonido de herrajes de la vieja camioneta que nos transportaba, y que sólo menguaba cada vez que cruzábamos con otro vehículo.
Llegamos a Guanay en la noche, dormidos. Al despertar, el olor de la hierba mojada y el sonido del río fueron suficientes para constatar que ya había estado ahí.
Una llovizna hizo que el chofer desistiera de seguir ante la advertencia de un camino resbaladizo y gredoso. Habríamos aceptado quedarnos si no fuera porque por nuestro lado pasaron los vehículos de los otros medios de comunicación, detrás de una camioneta de la entonces prefectura paceña, que cargaba la bomba para extraer el agua del túnel donde se encontraban los mineros.
Ya en la caravana, la llovizna se hizo lluvia y la advertencia de nuestro chofer tomó forma. Los vehículos empezaron a derrapar y de repente nuestra camioneta giró una media vuelta en el camino hasta chocar con una roca. Era la segunda vez que nos sucedía en menos de 12 horas, aunque en esta ocasión habíamos llegado a intimidar con la muerte. Al salir del coche, el más fino de nuestros nervios tembló al percatarnos de que nos sostenía la única roca que pendía al borde de la senda.
Qué debíamos y podíamos hacer'. Seguir.
Al llegar a Tipuani y ya dentro de la mina Santa Clara, algo más pasó que merece incluirse en esta bitácora. Estando en el lugar, donde los buzos trabajaban para rescatar a los mineros, repentinamente la bomba de agua dejó de funcionar y el lugar se empezó a inundar lentamente con cerca de una decena de periodistas, fotógrafos y camarógrafos dentro. Mientras en la oscuridad intentaba contemplar los ojos sin mirada de los desesperados colegas, pensaba que después de lo que pasamos en el camino nada más podía suceder'
A esta altura, más de uno pondrá en cuestión que el viaje a Tipuani fue cualquier cosa menos el “mejor de mi vida”, pero qué es un viaje si no un abanico de impresiones, no siempre nuevas ni siempre buenas.
Al final, John, el fotógrafo, comentó: “Algo me dice que no fue tu primer viaje a Yungas'”.
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