El edificio mantiene las condiciones del siglo XVIII, con portones gruesos de casi dos metros de altura y unos tres de ancho. Dentro funciona un museo.
REDACCIÓN CENTRAL
Cambio
Son sólo mitos, dice la señora con una voz ronca. “Bueno por lo menos yo me voy a las seis de la tarde (de este lugar) y no escucho nada de ruidos, como cuentan”, insiste la mujer propietaria del local de artesanías, una de las tiendas abiertas en la Casa de la Cruz Verde, en la calle Jaén.
El edificio mantiene las condiciones del siglo XVIII, con portones gruesos de casi dos metros de altura y unos tres de ancho. Adentro, funciona el Museo de Instrumentos Musicales, y como señal de su nombre tiene en la parte exterior, en plena esquina que da con la calle Indaburo, una cruz elaborada en fierro en la que se ha pintado a un Cristo y una calavera. Quedan pocas personas que recuerdan la razón de la ubicación de la cruz. Otros sólo guardan silencio.
Unos comentan que en tiempos de la Colonia, la actual calle Jaén tenía el nombre de callejón Cabra Cancha y era considerado como un lugar tenebroso por la aparición constante de fantasmas, duendes, almas en pena, ruidos infernales de carruajes tirados por caballos y cadenas arrastradas por el suelo, pero sobre todo resaltaba la presencia de una viuda condenada que se aparecía a todos los hombres que se recogían borrachos en altas horas de la noche para luego llevarlos a un lugar misterioso.
Entonces, los vecinos de esta calle, arraigados de una fe católica, decidieron colocar la cruz verde para ahuyentar a todas estas criaturas malignas que los atemorizaban.
Sin embargo, ésta no es la única versión que se cuenta entre los habitantes de la calle.
Nemesio Iturri Núñez rescató parte de esas historias en un artículo publicado el 10 de mayo de 1935 en la Tribuna, con el título La cruz verde Cuentan que la cruz tenía la cabeza de Cristo crucificado, en los brazos las muñecas de él y en la parte inferior los pies con sus respectivas llagas. Todo en alto relieve, faltando lo demás del cuerpo.
Iturri relata un asesinato sucedido en 1830 en una casa del barrio de Hjichju Kjatu, hoy final de la calle Loayza. Ahí vivía la familia Palacios, muy conocida entre los vecinos.
Esto sucedió la noche del martes santo, cuando la población concurría a las procesiones de los templos. Un prestamista que vivía en esa vivienda fue asaltado y asesinado.
Cuando el criminal intentaba escapar se topó con el señor Palacios, quien intentó detenerlo, pero fue derribado por un golpe certero. Cuando Palacios se dio cuenta de lo ocurrido fue a socorrer al prestamista y lo levantó del suelo. Las manchas de sangre en su atuendo y su presencia en el lugar lo señalaron como el único culpable del crimen, sin alegato que lo pueda salvar, fue condenado a la pena de muerte.
Palacios fue trasladado a la cárcel que estaba en el puente de la Merced, por la plaza de Armas y la calle Indaburo, cargado de grillas y sostenido por dos reverendos al son de un tambor destemplado.
Al llegar a la esquina de la calle Jaén, Palacios vio la cruz verde encima de la concurrencia y cayó de rodilla al pie de ella y exclamó a Dios: “No hay ser que no vele por mí y el culpable ha de quedar riendo de mí. Acaso no se te caería la cara al suelo al ver a un hombre inocente como vos, infamado, deshonrado y muerto sin culpa”.
En ese momento, el rostro que colgaba en la cruz cayó sobre el sentenciado y el pueblo asistente exclamó: “El hombre es inocente”.
Tras ello apareció un hombre, quien se declaró culpable del crimen del martes santo. La justicia suspendió la ejecución de Palacios, lo declaró inocente y lo indemnizó.
Doña Rosa, vecina de la calle Jaén, dice que aún se escuchan voces durante la noche.
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