jueves, 23 de agosto de 2012
HUAYNA POTOSÍ - Los verbos de la montaña
Soñar. Sueño, soñaba, que a la vuelta de una esquina me espera una masa blanca de hielo. Brillante, hermosa, sobrecogedora, atemorizante. Los sueños pueden hacerse realidad y lo sabe quien de improviso, sin pensarlo mucho, habiendo por la noche apagado su computadora en la oficina, a la mañana siguiente está frente a un nevado de 6.088 metros de altura sobre el nivel del mar: el Huayna Potosí.
¿Que la montaña puede hablar? Puede. A través de los humanos que se le acercan, que la contemplan, que la hollan.
Descubrir. El Huayna Potosí (Joven Potosí), y no el Illimani, le corresponde, en virtud de las reparticiones políticas de la geografía, al municipio de La Paz. La Subalcaldía de Zongo está empeñada en poner el nevado en el mapa del turismo nacional. Porque visitantes extranjeros abundan. En 48 horas, entre el 21 y el 23 de julio, habrá pasado un centenar de hombres y mujeres por el refugio construido a 5.200 msnm: británicos, argentinos, franceses, suizos, alemanes, finlandeses. Y en los graffiti de los muros internos de cartón hay mensajes en hebreo, coreano y vaya uno a saber qué idiomas más. Tan “extranjero” es este coloso, que a 5.600 msnm se halla el “campamento argentino”, a donde el novato llega medio muerto, pero al menos llega y ya es un triunfo. Pero hay rutas más difíciles, como “la francesa”, a la que se refieren los que saben que subir por la cara norte es “pan comido”, mientras que acceder a la cima por la cara oeste es de titanes.
Deslumbrar. El Huayna, como se le nombra con confianza, aparece magnífico ante los ojos del visitante a las dos horas, más o menos, de viaje por tierra desde La Paz. Por algo será, pero el primer lugar ante el que todos se rinden es el cementerio de Milluni: tumbas con el fondo del nevado. No es que éste haya causado esas muertes, no (aunque no pocos sucumbieron al intentar vencerla en tiempos en que la nieve parecía eterna y el Huayna no sentía el efecto invernadero o el retroceso de glaciares que hoy es dolorosamente evidente). Fueron la mina y otras causas naturales y no naturales las que sembraron de cruces ese camposanto; pero que la montaña es de temer, es de temer. Está allí, sin hacer nada, esperando a los que han decidido escalarla.
Subestimar. Con el equipo de escalar alquilado y el entusiasmo del grupo, uno puede creerse un Bernardo Guarachi. La primera señal de que algo no está bien calculado llega a la hora de cargarse la mochila con todo dentro: chamarra, pantalón, casco, linterna, guantes, botas, grampones, bolsa de dormir, arnés, piolet. Y dos litros de agua, más chocolates y galletitas. Total, 25 kilos para llevar en la espalda. Y en cuesta arriba de piedra filosa y charquitos de nieve, travesía de más de dos horas con caídas incluidas. Y nada más para llegar al refugio de Las Rocas, algo así como el punto de partida nomás.
Descansar. El refugio Las Rocas es una estructura construida con las piedras del lugar, cal y madera. Da un alivio enorme encontrarlo y disponer de un café caliente, una sopa y una cama. No importa si el compañero de litera es un completo desconocido. Ahí dentro se protege uno del frío, del viento y, dicen los que han ido por el lugar después de septiembre, de intensas lluvias y nevadas. Este campamento ha sido construido por los hermanos Gonzales, Agustín (52 años) y Eulalio (Elio, 50), guías de montaña nativos de Zongo.
Escuchar. La aclimatación de uno o dos días se hace en ese lugar. La noche previa a la escalada hay que dormir temprano, pues a la 01.00 habrá que dejar la cama. Entre tanto, hay tiempo para escuchar las historias de los guías. Agustín y Elio son dos de siete hermanos. “De niños, sabíamos de muchos accidentes de avión. Caían las naves que transportaban carne entre Beni y La Paz; sus instrumentos de cálculo fallaban, a veces por diez centímetros, y chocaban contra el Huayna. Nunca supimos de sobrevivientes, muy difícil”, dice Agustín. Y Elio recuerda que con siete años comenzó a trepar el nevado, junto a su padre, para ver de cerca alguna máquina desparramada. “Luego, con mi hermano volvíamos y recogíamos piezas para jugar”. Comenzaron de esa manera y pronto no hubo grandes secretos para este par que ha escalado, a la fecha, todos los nevados del país. Delgados, de no más de 1,58 de estatura, con la piel intensamente quemada por el sol y por el frío, cautivan por su paciencia y su seguridad a la hora de conducir a los inexpertos. “Vas a poder”, repiten. Elio fue quien rescató, en 2010, el cadáver del aviador civil Rafael Benjamín Pabón, perdido en el Huayna desde 1990. “Su mamá soñó el lugar donde estaba; yo, que lo había buscado muchas veces, seguí sus indicaciones y encontré los restos del avión y al piloto todavía sostenido por el cinturón de seguridad”, narra sin mayor emoción. “Es que hemos visto tantos cadáveres, incluso pequeños cráneos de niños en esos viejos aviones, que ya no sientes nada, salvo la satisfacción de devolver los restos a los familiares”.
Dudar. Es hora de vestirse. El peso de la mochila se traslada al cuerpo, sobre todo a los pies. Cada bota pesa una tonelada. Así deben sentirse los astronautas. Hace frío, mucho, pero todavía nada comparado con los -20°C que nos esperan 6.000 metros arriba. El guía nos mira. “¿Están seguros de que quieren ir? Miren que sólo somos dos guías y no habrá quién los acompañe si deciden volver”. ¡Qué momento! Ir o no ir. Pues vamos y que sea lo que Dios, el Huayna y la Pachamama quieran.
Subir. El significado de la palabra se aprende en la montaña. “Pasar de un lugar a otro que está más alto”, dice el diccionario y uno lo siente con las rodillas, las piernas, la garganta, la cabeza. Hay que caminar, trepar, clavando las botas dotadas de grampones que se aferran a la nieve. El deshielo pone al descubierto piedras, algunas enormes que hay que trepar pese al lastre de pies y al cuerpo recontrabrigado.
Respirar. Paceños, seres de altura. Mentira. El oxígeno no alcanza y uno se entera de que tiene un corazón. La cabeza parece que va a estallar. ¡Agua!, ¡coca!
Mirar. Mejor ni alzar la cabeza, pues enfrente sólo hay la pendiente y más blancura.
Durar. Dos, tres horas. Cuatro, cinco. Seis, siete. El tiempo se ha borrado. ¿Llegaremos alguna vez?
Temer. La cresta. ¿Quién le ha puesto ese nombre? Un bromista. Pero es una cresta con un espacio estrecho en el que se clava la punta de la bota, no entra más, mientras el brazo debe usar el piolet contra la pared de hielo para avanzar cuidando de no caer al vacío.
Rezar. Uno de los cinco hombres ora: Padre Nuestro, que estás en los cielos... Santa María, Madre de Dios... Es como un mantra que el resto absorbe.
Confiar. Los guías no han dejado de alentar al grupo de novatos: periodistas, funcionarios ediles, Alcalde de Zongo. Aquellos, vizcachas fuertes, ágiles. La cuerda atada a los arneses es un cordón umbilical. El miedo se transmite así, pero también la seguridad de que no se está solo. La sensación de que uno ya no es uno, sino un cuerpo con muchos brazos y piernas. Si caes, te sostenemos o nos deslizamos todos.
Llegar. Nueve horas y media. Los expertos dicen que la cara norte, ésta que parece un calvario para expiar todos los pecados, es la más fácil (¡cómo será la difícil!) y la coronan en cinco o máximo seis horas. Ya tenemos casi diez de sufrimiento y dolor. La cima está cerca, sólo un poco más. La meta es un pedacito de planicie que da vértigo.
Maravillar. El paisaje que se abre devuelve el aliento a cualquiera. La Cordillera Real en pleno, ojos de agua que desde lejos no dejan sospechar lo contaminadas que están por la minería. A lo lejos, el Titicaca y el Illimani desafiando a intentar escalarlo. “Es un monstruo”, dice Elio, que lo conoce y lo respeta.
“Como al Huayna”. Lo peor que puede pasar es confiarse. Ya lo sabemos, luego de haber pasado por simas, grietas, hielo resbaloso.
Llorar. Hay que recordar cómo reír y cumplir los ritos de colocar la bandera boliviana, la paceña. La cámara de fotos arranca la mueca. Ahora hay que retornar, pese a que no hay más fuerzas. Dos hombres derraman lágrimas y uno cede al ataque de histeria al pensar que no hay cómo eludir la cresta. Los guías, psicólogos a la fuerza, tranquilizan, atan, aseguran. Hay que bajar al menos por tres horas.
Esperar. En el refugio todos, extranjeros y nacionales, han comenzado a inquietarse. No es usual que un grupo tarde tanto. Pero mejor mirar la montaña, a ver si de tanto observar se los trae de vuelta antes de que anochezca y haga más frío.
Volver. Las linternas de los cascos, a lo lejos, marcan la llegada. Los que esperan se alegran, no parece haber heridos, pese al lento avance. Los escaladores inexpertos están en casa, pero no hay muestras de triunfo. “Todavía estoy arriba”, dice la única mujer del grupo, que tendrá pesadillas toda la noche: “Mi almohada es de hielo”.
Vencer. “Te vences a ti mismo, no a la montaña. Ella está ahí, imperturbable, no le importas”, dice un escalador argentino. Así que rendirse tampoco avergüenza.
Difundir. El subalcalde de Zongo, Javier Quispe Poma, tiene 30 años y por vez primera ha subido “su” montaña. Está agotado; ha hecho el esfuerzo porque quiere que más gente acuda al lugar. Los guías están dispuestos a secundarle; pero se necesita apoyo para, por ejemplo, dotar al refugio de un sanitario decente; el que hay es insufrible a falta de agua. Y hay que velar por evitar la basura que deja la presencia humana. Un guía de otra empresa, sugiere diversificar las actividades en la montaña. Elio dice que se puede esquiar. Alguien plantea que la Alcaldía de La Paz ayude a que se abaraten los costos —el equipo es costoso— para atraer a los jóvenes...
Soñar. Sueño que una mole de hielo me espera a la vuelta de la esquina. Tiemblo.
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