El arribo al aeropuerto José Martí se asemeja a cualquier escena orwelliana: agentes cubanos sometiendo a los turistas que van a la isla a intensos interrogatorios, particularmente a aquellos que tienen una imagen “sospechosa”. Parece ser un legado perverso dejado por la Guerra Fría. Superado el mal momento, al igual que cualquier turista me sumerjo en aquellas “cápsulas” que son los buses turísticos pertenecientes a Cubana Tours, compañía estatal y monopólica del negocio turístico en Cuba. Desde los placenteros asientos de esas “cápsulas” con aire acondicionado para que el turista no extrañe las bondades del mundo capitalista, el bus recorre aquellos monstruos hoteleros que no tienen nada que envidiar a los hoteles del capitalismo, tan diferentes de las casas viejas donde viven los cubanos, y va dejando a todos los turistas.
En el recorrido por el Malecón, avenida que va paralela a la costa cubana, se divisa aquel mar inmenso que para todo boliviano siempre provoca una nostalgia inevitable. Destino final: el Hotel Delluville, ubicado en el corazón mismo de La Habana Vieja. Y lo de Habana Vieja no es ningún apelativo gratuito, sino una denominación que se ajusta a la realidad, ya que refleja lo que es aquella zona habanera inundada de casas viejas, de cuyos balcones penden viejas prendas de ropa secándose o macetas con flores; parecen aferrarse a esos edificios vetustos, en los cuales los pilares están a punto de caer: conventillos lúgubres con paredes de las cuales la pintura se descascara, en las cuales es notoria la ausencia de pintura fresca. Es una imagen surrealista la de La Habana Vieja; como diría Joaquín Sabina: “Y a las barbas de la revolución/les salían más canas cada día”. Esta imagen de La Habana Vieja está siempre acompañada por un silencio conmovedor. Era sábado por la tarde. “La Habana parece estar congelada en el tiempo”, me decía Marcelo Guardia, mi compañero de viaje.
Joaquín Sabina, en la letra de su canción dedicada a Cuba, titulada Postal de La Habana, comienza con esta estrofa: “Desde el balcón/que daba al malecón/veía cada mañana/los peces de La Habana/bailando con la historia un guaguancón./Y en el hotel/el mundo iba al revés,/y el siglo en camiseta/regaba las macetas,/y en cada bicicleta caben tres”.
Casi la misma sensación invadía mi ser, ya que veía, encaramados en una azotea de la calle Nostalgias, un enjambre de niños cubanos que jugaban su juego favorito: el béisbol. Tienen ocho, diez, 12 años y lanzan pelotitas con bates de béisbol emulando seguramente a sus ídolos que juegan en el estadio principal de la capital cubana, ante la mirada fija del Che. En otro lugar están los ancianos, que posiblemente, como su mayor distracción, jugaban al dominó.
Recorrer los recovecos de las calles de La Habana Vieja es una sensación contradictoria, como son todos los sentimientos emergentes de la visita al último bastión del socialismo real. Por un lado, se percibe aquel “Gran Hermano” que “vigila” con cámaras modernas localizadas, paradójicamente, en los techos de las vetustas casas de La Habana Vieja, aunque para muchos cubanos es innecesario, ya que La Habana, a diferencia de otras urbes latinoamericanas que están marcadas por la violencia, es una ciudad tranquila.
Desde los bares habaneros, se oyen sones o sabrosos ritmos salseros que expulsan un erotismo a flor de piel. Los cubanos y las cubanas parecían embrujados por esos ritmos musicales y así se convertían en militantes de la vida: la alegría, la música, la fiesta, los colores, aromas y ritmos corporales, con sus significaciones vivenciales, son parte inevitable de la vida de los habitantes de la isla; como dice la letra de una salsa sabrosa: “No hay Nietzsche que se resista”.
Y “en el desván del alma de la gente”, como diría el entrañable Sabina, al igual que en cualquier otra sociedad, también se encuentran opiniones políticas diversas y contradictorias: hay aquellos que piensan que Cuba necesita dar un viraje, hay aquellos que no quieren hablar de política, otros que sentimentalmente, como reza un grafiti - “Fieles a nuestra historia”- pintado por manos oficialistas, son creyentes de que la revolución es lo mejor que le ha sucedido a Cuba y pese a la situación económica lacerante ven al imperio estadounidense como el principal culpable debido a su implacable bloqueo económico.
Mientras tanto, la juventud cubana, como una expresión de resistencia estética para mitigar su propia vivencia, hizo suya la letra de la canción salsera de la Charanga Habanera: “Mientras tú llorando en Miami, yo estoy gozando en La Habana”.
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