Son las dos de la tarde y todo se ha tornado oscuro. El sol que brillaba intensamente ha desaparecido envuelto por una furiosa sombra. Es arena, tan tupida como en el desierto del Sahara, sólo que estamos en el Beni, navegando el Mamoré, de manera que la tormenta nos sorprende muchísimo a los visitantes. Y, sin embargo, éste no es más que uno de los secretos del estupendo río navegable, el más largo e importante de Bolivia. Esta corriente nace en las sierras cochabambinas de las confluencias del Chapare y el Mamorecillo, y el Río Grande es un importante tributario.
El Mamoré serpentea caprichosamente en las llanuras benianas a lo largo de más de 1.300 kilómetros y va dejando meandros abandonados a su paso. En la frontera de Bolivia con el Brasil se le une el Iténez para confluir finalmente con el río Beni y formar así el Madeira, gran brazo afluente del Amazonas.
El experto capitán del catamarán Reina de Enín maniobra el barco como si fuera un camello a través de la repentina y enceguecedora tormenta. La nave es un hotel flotante construido hace más de una década por un holandés que iba a filmar una película que nunca se rodó y hoy se ha convertido en un popular crucero turístico.
Súbitamente, tal como vino, la tormenta se disipa y un esplendoroso arco iris cae sobre un paisaje de ensueño, a tono con la paradójica tranquilidad de las aguas achocolatadas del Mamoré. “Hay que respetar el río”, nos dice el capitán —éste puede cambiar de humor en un abrir y cerrar de ojos y es preciso estar preparados— mientras apoya sus manos suavemente en el timón.
Esta expresión líquida de la naturaleza es digna representante de su nombre que deriva del vocablo trinitario “Mamuri”, que quiere decir “la madre de todas las aguas”, y puede cambiar la geografía ribereña a su antojo. En época de lluvias ocasiona inundaciones tan severas que llegan a anegar 40 kilómetros tierra adentro y a arrasar con comunidades enteras, forzándolas a relocalizarse o desaparecer, y también puede crear sinuosidades gigantescas capaces de formar nuevos lagos y lagunas.
Antiguos conocimientos
Se dice que el Mamoré es un río que tiene sus propias leyes; recientes estudios arqueológicos indican que el conocimiento de ellas permitió a las culturas precolombinas avanzadas, que habitaban los llanos y pantanales del Beni, evitar los estragos que causa la corriente en sus épocas altas.
La evidencia científica es creciente; en la última década se ha dado a conocer un asombroso y sofisticado complejo de construcciones en forma de camellones, terraplenes y canales artificiales de grandes dimensiones, cuya geometría sólo se puede apreciar desde el aire. Esas estructuras hechas por la mano del hombre se denominan geoglifos amazónicos y son particularmente abundantes en Beni. Se piensa que esas regiones estaban habitadas por grandes concentraciones humanas, capaces de edificar extensivas construcciones que abarcaban cientos y tal vez miles de kilómetros. Estructuras de esa magnitud sólo podían ser llevadas a cabo por sociedades altamente organizadas y tecnológicamente avanzadas. Se piensa que el propósito de esas edificaciones era controlar los profundos cambios fluviales en los ríos amazónicos, en diferentes épocas del año, y así minimizar sus efectos en las poblaciones ribereñas.
Cuán útiles serían los conocimientos provenientes de los ancestros benianos para sus descendientes del siglo XXI que, año tras año, sufren severas inundaciones en la época de lluvias, sin saber cómo asumir esa realidad.
Un desfile de picos y alas
La Reina de Enín se desplaza suavemente abriendo una ventana hacia un mundo de prodigiosa biodiversidad donde habitan los míticos bufeos o delfines rosados de agua dulce que, según leyendas inmemoriales, en noches de luna llena se convierten en mujeres (y también hombres) y así acuden a las comunidades para conquistar a una pareja. En la realidad, los estudios señalan que en este río se concentra la mayor colonia de la especie recientemente declarada patrimonio natural de Bolivia.
Las leyendas perviven, en todo caso. Los ancianos de comunidades ribereñas cuentan acerca del temido “jichi”, una serpiente negra de tamaño descomunal, tan gruesa como un turril de 200 litros, que aparece antes de las tormentas y siempre se desplaza corriente arriba.
Caimanes, capibaras, monos y tortugas se observan con frecuencia en las orillas del río; pero son las aves las dueñas del Mamoré. Más de 350 especies anidan en las riberas; desde las grandes garzas que aletean torpemente sus alas para lograr despegar de las copas de los árboles y que, una vez en vuelo, adquieren una delicada y aerodinámica elegancia, hasta los diminutos picaflores que baten sus alas a un ritmo acelerado de 80 veces por segundo y que son capaces de congelar su vuelo instantáneamente para beber el néctar de las flores.
El martín pescador amazónico es otro animal que cautiva la atención con su inteligencia y destreza para atrapar peces; es un verdadero privilegio ser testigos de la estrategia que utiliza para atraer a sus presas. Bate sus alas a pocos centímetros de la superficie del agua y con un súbito y preciso movimiento que casi escapa a la percepción de las retinas atrapa un pez en su alargado pico.
Ejemplares de coronet pecho castaño, otra especie de colibrí, un caracará crestado que hace pensar en los halcones, grupos de cormoranes, pájaros carpinteros, horneros, parabas... En pocas horas, más de 30 variedades de aves han pasado ante la vista de los navegantes. Prueba de una biodiversidad que, dados los tiempos que corren, hace pensar en el imperativo de conservar ese paraíso no sólo para el país, sino para el mundo.
Hay otra riqueza, la humana, también parte del Mamoré y que ya ha sufrido pérdidas irreparables. El científico francés Alcide d'Orbigny, en su viaje por la zona en marzo de 1832, reportaba la existencia de 27 etnias, cada una diferente, con su propio lenguaje y cultura. La desaparición de varios de esos pueblos y/o sus costumbres se ha llevado también conocimiento acumulado por cientos y tal vez miles de años. Conocimiento con potencial de impacto práctico sobre nuestro presente, como la conservación y el manejo ecológico del medio ambiente, la utilización y propiedades de una variedad extraordinaria de plantas medicinales y, por supuesto, saberes intangibles sobre filosofía, religión y arte.
Imaginar que esta región alguna vez albergó a avanzadas culturas originarias —que entendían las leyes y caprichos del Mamoré y que desplegaron monumentales trabajos de hidráulica y movimiento de tierras, al grado de que hoy en día son difíciles o imposibles de realizar, aun con tecnología moderna—, hace más triste la certeza de la pérdida.
La Reina de Enín —a bordo del cual se hace realidad eso del turismo ecológico— se apresta a atracar en una de las bandas del extenso río y el sol se pone lentamente, a la par que sus cálidos rayos pintan de dorados destellos las aguas tranquilas del Mamoré.
Dos parabas rojo verde vuelan a su nido y sus chillidos roncos parecen despedir el día. Sus siluetas enmarcadas por el crepúsculo beniano, surcando el aire al unísono, me recuerdan que se conservarán en pareja de por vida.
El río Mamoré se prepara para entrar en la oscuridad de la noche, sus aguas se agitan fugazmente con la danza nocturna de un trío de bufeos y nos sentimos en armonía con el momento.
Temporada
El servicio del Reina de Enín se brinda todo el año: de noviembre a abril (temporada de lluvias) y de mayo a octubre (temporada seca).
Recomendable
Para navegar por el río es preciso tener la vacuna contra la fiebre amarilla y vestir prendas ligeras pero que cubran brazos y piernas.
Transporte
Hay que llegar a Trinidad para ser recogido por el servicio del Reina de Enín. Mayores informes en www.amazoncruiser.com.
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