Suele ser un fetichismo entre viajeros la presencia de marías o alkamaris, como señal de buen augurio durante una travesía. No obstante, su vuelo -siempre silente y armonioso- no advierte la colosal dificultad de un trayecto precolombino que empieza a los pies del Illimani y termina en las fértiles tierras de los Yungas.
Durante tres días intensos y por demás agotadores, nuestros pies siguieron la ruta que en la época prehispánica funcionó como uno de los principales ejes de integración y comunicación entre las tierras altas y los valles.
No en vano la guía de Trekking en los Andes Centrales, publicada por Lonely Planet, la menciona como una de las rutas más “duras” de Sudamérica, por estar construida sobre las cuchillas de sus montañas.
Antes de emprender el viaje, Álvaro Morón, guía y gerente de la agencia Alterna Tours, asegura que todo el esfuerzo se compensa al estar frente a indescriptibles paisajes y en contacto directo con la naturaleza. Cuánta razón tenía. Desde el inicio del trayecto, en Chuñavi, hasta la llegada a Chulumani, los panoramas son impredecibles y antagónicos, porque corresponden a cuatro ecosistemas que varían desde punas frías hasta llegar a los bosques lluviosos.
Cuesta arriba, cuesta abajo
Primer día. Con un mapa y un GPS en mano, se inicia un recorrido sin marcha atrás. “Una vez que empiezas esta ruta, tienes que terminarla”, advierte Morón, mientras cargamos las mochilas, que pesan unos 15 kilogramos.
Desde el principio, la cara oculta del Illimani anima la inmensidad del lugar. Sin importar cuánto avancemos entre estrechos senderos de tierra y piedra, su presencia se impone como un vigilante silencioso.
Pero no es el único vigía. Con una entrada solemne y admirable en medio del trayecto, una pareja de cóndores hace su aparición en un cielo despejado, apoderándose de nuestra atención y respeto.
El camino continúa, entre bofedales y zonas rocosas, bajo un sol inclemente. Aunque las condiciones parecen adversas para quienes por primera vez lo recorremos, es parte de la rutina de comunarios que desafían esta ruta, calzados con abarcas.
Después de caminar por ocho horas, el esfuerzo se siente al llegar a la laguna Khasiri, a 4.378 msnm, un lugar inspirador, en cuyas aguas heladas y cristalinas las aves se zambullen sin advertir nuestra presencia.
Segundo día. Tratando de sobrellevar el frío, tomamos valor para iniciar un nuevo trayecto, esta vez más empinado y rocoso. Un trayecto provocador que llega a su clímax en una apacheta con cientos de piedras, desde donde se aprecia la inmensidad del bosque yungueño.
Es cuando empieza el descenso y surgen nuevos paisajes, con más vegetación y menos pajonales. Los cerros de la zona altiplánica quedan atrás.
Muestra de ello es la llegada al llamado Bosque de los Duendes, un lugar que parece extraído de un cuento de hadas, con árboles de largas ramas cubiertas de verdes musgos.
Desde el ingreso, un aire de misterio se adueña de este mágico lugar.
Mágico por su encanto y por ser la señal de haber llegado a Solaka, un terreno seguro para acampar a 2.676 msnm, después de nueve horas de caminata casi ininterrumpidas.
Tercer día. Fijada la meta, nuevamente nos preparamos para partir, ahora por senderos húmedos y resbalosos que provocan caídas peligrosas al borde de pronunciados precipicios y en medio del ruido de los ríos.
Las ramas de los árboles se atraviesan en el camino como enredaderas, obligándonos a pasar algunos tramos agachados, casi arrastrándonos sobre el barro.
Pero olvidamos el cansancio al ver, desde lo alto de una montaña, que cada vez estamos más cerca de nuestro destino: la hacienda de Sikilini, en Chulumani, a 2.300 msnm.
Aunque esta travesía mantiene su dificultad hasta el último paso, nada le quita el encanto a este camino precolombino que se constituye en un verdadero desafío para quienes persiguen aventuras al filo del vértigo y la adrenalina.
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