Dicen los vecinos de Santa Rosa que, a veces, se ven cangrejos paseando por sus cuadriculadas calles, y eso que el pueblo se encuentra a unos tres kilómetros del río Yacuma. Sentado en el comedor del hospedaje en el que vive, Sebas, que ronda los diez años, aunque su desparpajo le hace aparentar más edad, da fe de ello: “Caminan rápido”. Al preguntarle cómo lo sabe, responde. “Yo le até una lana en la pata a uno y al rato lo vi en otra parte del pueblo”. Vienen a la memoria los crustáceos que invadían el pueblo en que el Pelayo se hartaba de sacarlos de su casa para arrojarlos al mar, antes de encontrar un ángel en su patio, en un cuento de Gabriel García Márquez.
A diferencia de aquel lugar literario de costa, la tierra de las calles de Santa Rosa del Yacuma está seca, impregna el aire y lo vuelve insoportablemente caluroso. En el día, caminar es una locura y, tras comenzar a sudar al andar una cuadra, el foráneo entiende por qué los lugareños van a todo lado, por muy cerca que esté, en moto.
En el municipio, habitado por unas 9.000 personas según el censo de 2001, y con una extensión con la misma cifra en kilómetros cuadrados, hay una estancia llamada El Tiluchi. Hace dos años, a un vaquero que guiaba su ganado por la zona se le escapó uno de los animales. Fue a echarle el lazo pero, súbitamente, el animal desapareció. Al acercarse al lugar, vio a la vaca metida en un agujero: bajo la tierra, había agua. Eso cuenta Alejandro Gil, presidente de la Asociación de Trabajadores de Turismo de Santa Rosa del Yacuma, más conocido por los lugareños como el Negro Gil.
Casi todos en el pueblo han oído historias de ese lugar, y las alimentan: que pertenecía a un extranjero que llevaba allí turistas, que el terreno suena hueco cuando se golpea, que hay huecos en toda esa pampa... Gil asegura que siempre quiso ir a averiguar. Hace unos cinco meses, con apoyo de la Alcaldía, fue. Encontró el hoyo del que le habló el vaquero y se metió. Abajo, un agua fría y cristalina transcurría por un túnel que se tornaba laberíntico.
Pero, por la falta de luz y equipamiento de expedición, no continuó indagando. “Eso lo ha tenido que hacer el hombre, una civilización que podría ser la del Paitití”, asegura, emocionado. Podría ser una nueva oferta turística para Santa Rosa.
De hacienda a municipio
A las afueras de la ciudad, en estado semirruinoso, sigue en pie una gran vivienda que tiene casi 110 años: la Casa Simon. Era una estancia ganadera del siglo XIX, conocida como Santa Rosa, que Miguel Simon, un inmigrante libanés, compró a principios de ese siglo. La amplió y construyó una fábrica de alcohol y un ingenio azucarero. Tenía mentalidad de comerciante y, viendo que a unos kilómetros del pueblo había trasiego de gente que iba y venía del Acre, sus trabajadores salían en carretas al camino a vender pan de arroz y otros horneados. Los empleados vivían en pequeñas casas cercanas a la vivienda del amo. Tanto creció la estancia, que, junto a las escasas viviendas de otros habitantes del lugar, Simon decidió urbanizar el núcleo, lleno de chacos y terreno pantanoso. Cedió una parte de sus hectáreas para crear el pueblo. Era 1907. Cuatro años después, Santa Rosa del Yacuma fue declarada cantón y, en 1942, se convirtió en municipio.
La casa lleva años abandonada. El municipio quiere refaccionar este edificio patrimonial para reconvertirlo en hotel y, además, restaurar y recrear los ingenios que allí funcionaban. El gobierno departamental de Beni previó en su presupuesto de 2012 Bs 400 mil para llevar a cabo la remodelación del complejo, y todavía quedan tres meses para iniciarlo.
El municipio tiene otros tesoros, pero de la naturaleza: la más famosa es el Área Municipal Protegida Pampas del río Yacuma que con 616.453 hectáreas (el 73% del municipio) es la mayor del mundo, según el Gobierno Autónomo Municipal, afirmación respaldada por la Asociación Boliviana de Conservación en el documento de creación del área, en julio de 2007.
Todo tiene un precio
Conocer ese tesoro de la naturaleza caracterizado por sus sabanas, bosques ribereños y lagunas abrazadas por un clima tropical (la temperatura media anual es de 26°C) y ríos de aguas turbias, no es gratis: el ingreso al área protegida cuesta Bs 50 para visitantes nacionales y Bs 150 para extranjeros. De lo recaudado, el 30% se destina a la conservación del área y, el monto restante, para programas municipales, explica Gil. Fue él quien llevó los primeros turistas a la zona, 22 años atrás, y fue director del área. Asegura que, cada año, 17 mil personas la visitan.
Este amante de su tierra participó del primer rescate de bufeos en el Beni, en 2010. Entonces, un vecino de la comunidad de San Cristóbal avisó que seis bufeos habían quedado atrapados en el arroyo Caimanero, donde varios reptiles de los que dan nombre al río amenazaban la vida de los mamíferos. Con barcas que casi no podían moverse por el bajo nivel del agua, Gil y otros voluntarios llevaron a los bufeos hasta la laguna Bravo, lugar tradicional al que los santarrosinos van cada día a lavar ropa o a bañarse. Desde hace dos años, los animales completan la bella estampa con sus saltos, a unos metros de la playa.
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