Todos tenemos una historia. Algunos, más aventureros que otros, nutren las suyas con viajes, hazañas completas o inconclusas y, al final, llamamos a esta historia vida. Un viaje implica cambio, sin importar adónde.
Hay lugares mágicos, indescifrables, hechos a la medida de quien tenga la suerte de visitarlos, pero quizás, un poquito más mágicos que los lugares, son los que están repletos de historias, con luz en los ojos y un corazón que a kilómetros se vislumbra sabio; al ir acercándonos a esos sitios se siente su calidez, lo cual los hace aún más llamativos: incluso sentimos el deseo de llamarlos algún día “hogar”.
Bolivia está llena de misticismo, de sitios asombrosos, capaces de quitar el aliento, pero sobre todo de producir la sensación de calidez en todo aquel que se deje sumergir en sus encantos.
David González, un hombre de alrededor de 80 años, vive en un lugar llamado Toro Toro, situado en el norte de Potosí. Es dueño del museo Pachamama Wasi y un sábado por la mañana recibió la visita de algunos jóvenes de ciudad, consentidos e insolentes, quienes pasaban por allí para hacer tiempo, mientras esperaban la llegada de su guía.
David los condujo por el museo, como hace infinitas veces con los visitantes, pero con el ánimo de quien experimenta algo por primera vez: explicando, marcando su propio tiempo, me atrevo a sugerir que incluso recordando.
Luego de 15 minutos, después de pasear por dos ambientes cuyas paredes estaban forradas de fósiles y piedras recolectadas en los alrededores, surgieron las preguntas: ¿usted hizo todo esto solo?, ¿en cuánto tiempo? Algo en sus ojos brilló, mientras nos contaba pasajes de lo que había sido su vida, lo que había vivido junto a su esposa, fallecida hace 25 años.
Surgieron entonces más preguntas, más recuerdos, hasta que por fin terminamos en el penúltimo ambiente que conoceríamos aquel día; según David, esa habitación estaba destinada a ser un pequeño restaurante y las macetas que había en el piso eran catalizadoras de energía. Lo curioso fue que respondía a cada una de nuestras imprudentes y curiosas preguntas acerca de su vida, su trabajo, su forma de pensar; él también mostraba interés en nosotros y consultaba sobre la ciudad, meditaba un instante y después nos preguntaba sobre nuestras posiciones sobre cultura o política. Sincero y llano, al buscar entendernos y aprender de nosotros, en realidad nos enseñaba sobre la vida.
Y allí estábamos: atentos a su historia de amor, a que contara cómo surgió su pasión por la paleontología, al relato sobre su vida en el campo, donde todo parece ser más sencillo, en sus palabras sin el consumismo de las ciudades, sin la pretensión o la búsqueda de estatus, cansado del juego del “yo tengo más”; escuchábamos sus planes -¡planes a los 81 años!- y nos enseñó que él, sin haber pisado una universidad, vivía la filosofía de “el que quiere puede” y, como prueba de ello, ponía en nuestras manos un libro, que fue el resultado de una tesis en paleontología, cuya dedicatoria decía: “A David González por su infinita ayuda”.
Ese día, una vez llegado el guía, caminamos hacia El Vergel: el sol se alzaba en lo alto y nos quemaba la piel, el cansancio hacía lo suyo, el lugar en sí era asombroso. Bastó con llegar al cañón, ver que esa belleza contrastaba con las cavernas de Umajalanta visitadas el día anterior, bajar por aquellas escaleras hechas de piedra, oír el murmullo del río a lo lejos y, al llegar a la ribera del cauce, saborear el agua fría y cristalina; después miré hacia el cielo y me sentí diminuta al observar los casi 320 metros de altura de esa muralla natural, salpicados de verde y tierra rojiza.
Todo se entremezclaba con recuerdos de la oscuridad de la caverna, las sonrisas y los saludos de los habitantes del pueblo, los basureros instalados en cada poste y pintados con caritas sonrientes -tenían los ojos hechos de tapas de botella- y, por supuesto, con las palabras de David, tan parecidas a los consejos de la abuela. Todo eso me hizo sentir, con la profundidad de la que era capaz en ese momento, que los milagros existen para quien cree en ellos: quiero quedarme ciega de ver tantas cosas bonitas que hay en el mundo, que mis ojos nunca dejen de asombrarse e incluso si ya no sirven sigan viendo a través de los recuerdos.
Definitivamente, ése fue uno de mis mejores viajes.
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