En todo viaje, el factor sorpresa hace que estos desplazamientos espaciales queden grabados en la memoria de los viajantes.
Como aquel año' No me acuerdo.
Posiblemente hace diez años, decidimos con tres amigos ir a pasarla bomba a Vallegrande. Tiempos de carnaval, grandes expectativas, el oriente siempre es generoso.
Esta vez nos fuimos en un vitarita que nunca se imaginaría que haría esa travesía. Llegamos a Vallegrande el sábado de carnaval en la mañana. Todos se alistaban a lo que vendría por la tarde. Algunos, apenas y aleteando, se recogían a sus casas para estar listos para más tarde.
Parecía que estábamos en el lugar indicado hasta que decidimos ir a conocer La Higuera, donde había terminado sus días el revolucionario más grande del último siglo. Debe ser aquí cerquita, dijimos. ¿Por dónde se va a La Higuera? Salgan por aquí y dereeeeecho siguen, nos indicaron.
Con esas únicas referencias partimos en el vitarita. Era un día muy lindo y soleado. Muchas expectativas y ninguna señalización en la ruta. El camino era un fantasma bajo ese sol, nada se movía, no nos cruzamos con nadie.
Lo que suponíamos que tenía que estar a unas cuadras no estaba ni a una hora del viaje que ya llevábamos. El “¿y si volvemos?” cada vez se hacía más frecuente.
Con las últimas gotas de buena onda decidimos continuar a pesar de que la tarde avanzaba. En Vallegrande la fiesta ya estaba en su auge y nosotros en la carretera destartalándonos en el vitarita. Y lo peor: entre puros hombres' ¡Y en carnaval!
Después de varias horas de viaje llegamos a una pequeña casucha. En sus afueras estaba un viejita a la que apenas entendíamos.
- ¿A La Higuera por donde se va? ¿Por aquí seguimos? ¿Cuánto más falta para llegar a La Higuera? ¿Tiene sodita para vender?
Y podríamos haber seguido preguntando media hora más si la viejita no hubiera dicho eso, que fue lo único que dijo claramente. “¿A La Higuera?... ¡Ya se han pasau!”.
Entendimos que había un desvío que teníamos que haber tomado. Quizá todos lo vimos, pero nadie dijo nada por no cortar el desenlace natural de los eventos.
A estas alturas no estábamos pasándola bomba en Vallegrande y no habíamos conocido La Higuera, así que empecinados buscamos el dichoso desvío y nos encaminamos, esta vez de verdad, a La Higuera.
Por fin llegamos en medio del silencio, ya sin ganas de poner la música. Eran como las siete de la noche, lo último de la luz se iba.
Rápidamente hicimos las gestiones para conocer la sala de la escuelita donde murió el Che, liquidado como fiera herida.
Junto a un comunario que nos mostraba con una linterna la salita, comprobé con decepción que los muros de este ambiente habían sido pintados con murales del ilustre difunto. Pinturas de muy mal gusto, como si no fuera suficiente todo lo que hay impreso con la figura del Che por el mundo. Tenían también que pintar aquella sala donde su alma se escapó del cuerpo para flotar en la inmortalidad.
Bueno, eso fue. Mucho respeto, pocas palabras. Nos fuimos muy pensativos, yo me quedo con el imaginario que tengo después de haber leído su diario.
El viaje de regreso tuvo sus bemoles. Una neblina espesa que no dejaba ver la carretera. El copiloto tenía que sacar su cabeza para ver mejor lo que el chofer no lograba ver.
El vitarita se batió luchando en esa carretera de herradura que con muchos barquinazos nos devolvió hasta Vallegrande. El hit del viaje todavía lo recuerdo bien: No dejes que, de los Caifanes.
De regreso en Vallegrande, éramos unos totales desconocidos. Nunca nos integramos, estábamos destinados a pasar el carnaval en el anonimato.
Sin comparsa no tienes apellido y si no tienes apellido eres un forastero. Nos dormimos en el vitarita sin perrito que nos ladre. Pero' ¡qué viaje!
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