De lejos parece el personaje de un cuento de terror. Sombreado por una cantidad intolerable de mosquitos, con el rostro apenas descubierto, el pescador atrapa pirañas en el Pantanal, el humedal más grande del mundo, que comparten Bolivia y Brasil, y uno de los lugares más desafiantes para la vida humana.
Con una extensión de unos 210.000 kilómetros cuadrados, el Pantanal se asemeja a un plato hondo rodeado de mucho verde. Aquí la vida se mueve entre extremos. Por periodos cada vez más irregulares de tiempo hay inundaciones que desbordan el plato e intensas sequías que lo vacían.
El ecosistema, por donde cruza la ruta bioceánica que une el Pacífico con el Atlántico –desde el puerto de Santos en Brasil hasta los puertos de Arica e Iquique, en Chile, y de Matarani e Ilo, en Perú– se formó con el ascenso de los Andes.
La ruta, que estimulará el comercio hacia China, avanza por un trazado que existía desde antes. Salvo por el eventual aumento de atropellamientos de animales que cruzan la vía –como ciervos, jaguares o capibaras–, los ecologistas no han identificado un impacto mayor por cuenta del esperado aumento del tráfico de camiones, según Grasiela Porfirio, bióloga del privado Instituto Hombre Pantanero.
Tal parece que los próximos meses serán de inundación. Casi recostado sobre la ribera del río Paraguay, nervio de este territorio que sirve de refugio a especies amenazadas de otros ecosistemas, Nilson aguarda el aviso del señuelo, rodeado de mosquitos que pican y suenan. Son miles de bichos y nadie se explica cómo puede pescar y sonreír al mismo tiempo.
“La pesca de piraña es buena, por cada kilo me dan unos 2,5 dólares”, afirma mientras es abordado por un agente de la policía ambiental.
El temido pez da nombre al caldo de piraña, un plato consumido en Corumbá, la capital del Pantanal; al otro lado del río está Puerto Suárez, Bolivia. El oscuro río se recorta en un cielo todavía más negro.
El Pantanal impone un miedo fascinante entre sus visitantes. Con un gran potencial turístico, la zona atrae a los aficionados de la pesca deportiva que pagan miles de dólares para internarse por días en el río Paraguay.
Una lancha de la policía ambiental se mueve a lo largo del río revisando la documentación de los pescadores y cerciorándose de que no lleven redes o peces por fuera de la medida.
“Está permitida la pesca de especies que se hayan reproducido por lo menos una vez, y eso lo calculamos por el tamaño. Ya hubo épocas de sequía en que algunas especies fueron depredadas”, explica el teniente Cleiton Douglas. Lo que más se intenta evitar es que los pescadores arrojen más de cinco señuelos atados con hilos de nailon a botellas de plástico, que son jaladas cuando el pez muerde.
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