La clave del éxito: concentración. La regla más importante: perder el miedo. El requisito indispensable: dominar la bicicleta. Otro, igual de importante, es tener una mínima base de entrenamiento. Sólo así se podrá vencer a la Carretera de la Muerte, en los Yungas.
Domingo a las 07.00. Periodista y fotógrafa nos subimos a un minibús que lidera una fila de otros cuatro que transporta a 32 turistas. La música que se escucha es tan fuerte y animada que parecemos parte de una caravana de vencedores celebrando el haber obtenido nuestros trofeos tras ganar una competencia; mas la travesía aún no ha comenzado.
A las 09.30 la temperatura llega a los 5°C en el sector de la Apacheta, en La Cumbre de La Paz, desde donde se observan algunos nevados a lo lejos. Es invierno y los escasos rayos de sol mitigan el frío. Mauricio Gutiérrez, uno de los tour lider (guía de grupo) de la empresa Altitud Adventures —que el 16 de julio, aniversario de La Paz, sopló su primera vela— nos forma en círculo y dice: “Aquí empezaremos, vístanse, porque el paseo será en descenso”.
Entonces pienso: “¿Bajada? ¿Y si caigo? ¿Y si fallan los frenos? ¿Qué tal si un vehículo me choca?”. Pero el espíritu aventurero de todos hace que esos temores se borren de mi mente, aunque sólo por el momento.
Con lo abrigada que estoy (llevo un buzo deportivo, polera, chompa, chaleco y chamarra), ordenan que nos coloquemos un equipo especial consistente en un pantalón y una chaqueta rompevientos que sirve de impermeable en caso de lluvia y evita el enfriamiento del cuerpo. También me coloco un par de guantes, coderas y rodilleras. Me asemejo a un oso polar amarillo azulado —por los colores que identifican a la agencia—, pero es necesario. Elijo el casco integral o full face por si ocurre algo. Hay otros más pequeños, que además quedan mejor para salir en las fotos, pero que no me ayudarían en una caída.
Minutos antes de comenzar, la empresa brinda una ofrenda a la Pachamama. “Es una forma de pedir a la Madre Tierra que nos cuide y guíe sin mayores problemas”, indica otro de los guías, Christian Senzano. “Es algo que sorprende a los turistas extranjeros”, continúa el economista Daymer Valda Montenegro, uno de los propietarios, que domina este tipo de negocio desde hace diez años.
“Sólo manejaré la bicicleta una hora”, advierto a María de los Ángeles Coro Sandóval, la administradora, pensando en los 53 kilómetros que me esperan desde los 4.700 msnm de la Apacheta hasta Yolosa, a 1.200 msnm. El camino antiguo a Coroico o Carretera de la Muerte fue construido por prisioneros paraguayos durante la Guerra del Chaco (1932-1935). Su siniestralidad no es un asunto nuevo: las estadísticas policiales dicen que en 2012 murieron 1.096 personas y resultaron heridas 5.144, y en sólo los primeros 25 días de este año 95 fallecieron y 303 se lesionaron.
“Lets go, lets go!” (“¡Vamos, vamos!”), grita Mauricio. Entonces, uno a uno los 32 turistas, entre los que hay estadounidenses, brasileños, españoles, ingleses, franceses, irlandeses y yo, la única boliviana, comenzamos el pedaleo. Dudo otra vez, tomo una pausa y pienso: “Mi miedo se puede estar yendo al… Tres, dos, uno…. ¡Allá voy !”.
Las instrucciones dadas minutos antes son claras: conducir siempre por el lado derecho, uno detrás de otro en fila y separados por entre ocho y 10 metros, no cargar mochilas, no usar celulares ni cámaras filmadoras o fotográficas, no conversar con el compañero, no escuchar música del MP4, dejar en el coche los iPads y iPhones. Parece aburrido, pero hasta el más experto, Julio César Áñez, guía con más de una década de experiencia con los pedales, me comenta: “A pesar de que conozco perfectamente la ruta, siempre hay que tener cuidado y precaución. Le debemos respeto”. Recuerdo a su vez las palabras del otro monitor, Jeremie Vidaurre: “No es cuestión de competencia, es diversión”. Aunque el viento helado choca contra mi rostro y mis manos parecen entumecerse, estas sensaciones se combinan con un sinfín de endorfinas.
De pronto, me distraigo y, sin poder evitarlo, caigo al piso. Mi rodilla izquierda choca contra las piedras. No duele mucho pues estoy protegida, pero me llevo el susto del año. Me pongo de pie y tomo una pose de Mujer Maravilla, a pesar de que nadie está a mi alrededor: sólo muy atrás otro ciclista, un guía y un vehículo que tiene las órdenes de ir siempre en último lugar para recoger a los que se agotan. Es cuando me doy cuenta de que soy la antepenúltima.
Llegamos a Unduavi. Primera parte del camino superada: recorrimos 22 km en unos 40 minutos. Nada mal para una principiante.
Unos 10 km después, ya estamos en Chuspipata, donde salimos de la carretera asfaltada. Ésta es la Curva de la Muerte, a 3.600 msnm. Mauricio indica que comienza la segunda parte. La diferencia con la primera es que ésta durará unas dos horas, la ruta es totalmente pedregosa, desnivelada y repleta de curvas. Se maneja sólo por la izquierda, o sea por el borde de abismos que llegan a los 800 metros. Me propongo que esta vez seré una de las primeras en llegar a la meta, mas a medida que desciendo veo cómo uno a uno los ciclistas me pasan. Quisiera soltar los frenos, pero vuelvo a recordar que no es una competencia, es un pasatiempo, y la carretera no perdona ni al más aguerrido.
Las piedras más pequeñas son las traicioneras, he aprendido que hay que esquivarlas pues, al chocar con las llantas, causan desequilibrio. Me distraigo otra vez pero en seguida domino los movimientos de mi bici a la cual, en toda la aventura, la trato como un caballo al cual intento domesticar para que pare poco a poco cuando parece excederse en las bajadas.
El ambiente nublado hace que parezca que está anocheciendo en vez de comenzando el día. Apenas distingo la vegetación y al resto de mis compañeros.
Luego, la neblina desaparece. “Es un día de suerte”, escucho decir a María de los Ángeles, porque no llovió y, por lo tanto, no hay barro. Si antes el frío era amenazador y sólo se veían piedras, alguna montaña nevada y escaso follaje, ahora el olor de las plantas, un sinfín de mariposas con sus alas de arcoiris a mi alrededor, bichos que chocan en mi rostro por la velocidad y exuberantes plantaciones que me quieren abrazar en todo momento, me dicen que se acerca el final.
El reloj indica las 14.45. Llegué a Yolosa. Me termino una botella de litro de agua y me quito las prendas que abrigan. Me acerco a Julio César y me dice: “Lo más satisfactorio de mi trabajo es cuando mi gente llega sin ningún problema”. A pesar de que realiza el mismo deporte unas cinco veces a la semana, y hasta podría apostar que conoce la ubicación de cada piedra y planta existente en la ruta, para él cada tour es diferente.
“La que iba a manejar sólo una hora, lo hizo todo…”, me dice la administradora. Let’s do it (“Hagámoslo”) es el lema de Altitud Adventures. Y yo lo hice. Más orgullosa no puedo estar, aunque finalmente resulté antepenúltima.
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