Cruzando un puente colgante peatonal que se eleva sobre el río Coroico, a alrededor de 45 minutos desde Caranavi, como si fuera su única conexión con el mundo exterior, se llega a San Juan se Kelequelera, la tierra de los lecos.
Rodeado por el río, este mundo de 420 habitantes es un mundo de calor, el café se seca al sol lentamente -a merced del estado de ánimo del clima- fuera de las casas, sobre esteras que las mujeres hacen de hojas de palma. La caída de la noche es un buen momento para que las familias se reúnan a conversar casi en la penumbra. Ésta no es símbolo de peligro, cada pasaje estrecho, cada casa se conoce de memoria sin importar la ausencia de luz.
En este lugar, cuyo nombre significa "lugar de los loros”, el fotógrafo Freddy Barragán de Página Siete retrató momentos de la vida cotidiana de esta etnia que vive también en las localidades de Apolo y Guanay, en la provincia Larecaja, del departamento de La Paz.
Kelequelera es parte de Zongo Trópico, parte del municipio de La Paz. Los lecos se sienten cómodos tanto en la tierra como en el agua, ya que el río Coroico, que rodea la localidad, forma parte importante de su cultura y no así tanto de su alimentación. La pesca, que antes fue abundante, hoy es escasa.
"Aprenden a nadar casi al mismo tiempo que a caminar”, dice Teodoro Chono, que es como el chamán de Kelequelera, un partero y médico naturista que con su pequeño jochi al hombro cuenta cómo lee en hojas de coca; tiene pacientes que llegan de diferentes ciudades para que pueda curar sus males o malas voluntades "por muy graves que éstas sean”, afirma.
El cielo que cubre la comunidad de los lecos tiene atardeceres iluminados la mayor parte del tiempo, así como días soleados. En ellos los niños juegan alrededor del río mientras que en las inmediaciones también trabajan camiones que extraen tierra en busca de oro, como parte de una cooperativa a la que están asociados los lecos.
Los jóvenes navegan en balsas de siete palos hechas por ellos mismos, pero también hacen recorridos con neumáticos para los turistas, una reminiscencia de esos viajes que hacían sus antepasados para hacer trueque.
Las mujeres recuerdan cómo sus padres y abuelos usaban taparrabo, se rehusaban a hablar español y eran trabajadores incansables. Hoy, en esta pequeña comunidad la lengua apenas sobrevive en el habla de unos pocos y las camisetas del fútbol han reemplazado a los taparrabos. A pesar de ello, la quietud, la amabilidad de sus habitantes y su estilo de vida convierten a Kelequelera en un escape hacia la naturaleza.
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