Por la orilla fangosa, con cuidado de no resbalar y acabar aterrizando de cabeza, un grupo de visitantes desciende hasta las dos barcazas que les esperan en la orilla del río Beni, en ese punto donde un kilómetro de agua separa a los colla-cambas de San Buenaventura de los benianos de Rurrenabaque. A través de las aguas lodosas de este río, frontera natural entre los departamentos de La Paz y Beni y que forma parte de la cuenca fluvial del Amazonas, se llega a uno de los lugares más biodiversos del mundo: el Parque Nacional y Área Natural de Manejo Integrado Madidi.
Las embarcaciones, de proa en punta y popa cuadrada, están hechas de madera. Tienen un techo sujeto por tres finas vigas a cada lado que cubre sólo la parte central de la nave. Sobre el piso, listones, también de madera, crean un falso suelo. Por debajo de él corretea el agua que se cuela una vez que comienza la navegación con rumbo al albergue Mashaquipe.
El sonido de cada motor, colocado en la popa, es constante durante todo el viaje. No se puede escuchar ni un graznido proveniente de los bosques que se asoman al río ni tampoco al compañero de travesía que —sentado al lado en una silla reclinable de aluminio recubierta de un cuero que algún día fue nuevo— intenta pedir al vecino que le saque una foto. A cambio, los viajeros tienen un rato de tranquilidad para pensar, con el calor como un vago recuerdo sacudido por el viento que provoca el movimiento de la barcaza y por el agua que hace saltar a su paso.
El reflejo del sol se distribuye entre las miles de gotas que componen el río Beni, cuyo líquido parece espeso por el color barro brillante.
A 16 kilómetros de Rurrenabaque, a unos 45 minutos de navegación, se llega al conocido Estrecho del Bala (en la página anterior), donde el cauce parte en dos la cordillera del mismo nombre. Después de la angostura, las barcazas pasan por delante del puesto de control del Sernap (Servicio Nacional de Áreas Protegidas).
Un silbido que viene de la orilla derecha hace que una de las barcas se acerque. Es una mujer con el cabello negro recogido en un moño, camisa caqui, pantalones verde botella y botas negras. Junto a ella, un cartel dice que éste es el Puesto de Control El Bala, que da acceso al Parque Madidi. La uniformada es guardaparques. “Buenas tardes. ¿Hacia dónde van? Saben que no pueden pasar sin el permiso del Sernap o del director de acá”, advierte. “Estefany…”, le dice con tono de “la misma historia de siempre” Wilmer Janco, gerente de la empresa comunitaria Mashaquipe, que va en la nave. Intercambian frases que no llevan a ningún sitio: que si tenían que haber pedido permiso porque van a cometer una infracción, que si se había avisado a la oficina central en La Paz, que hay que volver a San Buenaventura para hablar con el responsable local... Al final, Wilmer le promete que, a la vuelta, le entregará el listado con los nombres de todos los turistas.
“Ella no tiene la culpa”, la excusa el gerente cuando la barcaza retoma el viaje. Dice que todo se debe a la falta de comunicación entre la central del Servicio Nacional de Áreas Protegidas y la oficina regional. “Ése es el problema con el que topamos”. Asegura que eso dificulta la promoción turística del área que hacen los emprendedores como él. “El turismo es la mejor alternativa que tiene el Madidi para mantener su riqueza”, sentencia.
Más arriba, los visitantes dejan el río Beni y enfilan por uno de sus afluentes, el Tuichi, por el que las barcas arriban al embarcadero de Mashaquipe. Tras subir la escarpada orilla se entra al bosque. En unas gradas formadas por raíces de árboles, llaman la atención de los viajeros unas pequeñas hojas verdes que se mueven sobre el suelo húmedo bajo el follaje. Más de cerca, se aprecia que son decenas y decenas de hormigas que transportan su alimento formando una impecable fila.
Más adelante, en los claros de la selva, se alzan construcciones hechas de palmera y bambú. La primera de ellas no tiene mosquiteras: es un cuarto lleno de camas donde duermen los empleados del albergue, de la etnia tacana. La mayoría son de la comunidad, que está fuera del parque, a 40 minutos de navegación desde Rurrenabaque. Allá, los comunarios, además de trabajar en el emprendimiento, se dedican a cultivar papaya, plátano, yuca, verduras… “Lo básico”, dice Wilmer. Y algunas mujeres producen vino de asaí, el fruto de una palmera del mismo nombre.
La empresa, creada en 2005 y en pleno funcionamiento desde hace tres años, ha crecido tanto que ya tiene trabajadores de otros poblados de la zona. Wilmer destaca que el albergue se fundó y ha ido creciendo sin ningún tipo de financiación, a diferencia de otros emprendimientos comunitarios que hay en el lugar.
Los baños no parecen estar en medio de la selva: bien equipados y limpios, funcionan con agua de una vertiente cercana que luego se acumula en un tanque de 2.500 litros. Los desagües van a parar a fosas sépticas donde el líquido desechado se depura y luego se reincorpora a los flujos subterráneos. La energía eléctrica se produce con motor. “Queremos paneles solares pero son caros”, comenta Wilmer. Otro sueño del gerente sería lograr capacitación para los trabajadores en el trato con los turistas e idiomas, porque el 90% de los visitantes que llegan a Mashaquipe son extranjeros.
En plena jungla
Chichilos, marimonos y lucachis son parte de la fauna que puede observarse en el lugar, sobre todo durante las caminatas —diurnas y nocturnas— que pueden realizar los alojados. También hay variedad de aves, y por eso los comunarios han habilitado un mirador frente al Tuichi para ver el vuelo de los pájaros.
Otras actividades que se pueden realizar son el rafting rústico, pesca en alguna de las lagunas que hay dentro del parque y preparación de la comida del lugar.
Pero el pescado que se sirve en el albergue no es del Madidi: se compra en el mercado de Rurrenabaque, por respeto a la conservación de las especies animales del parque.
En el comedor aparece un hombre vestido con la típica ropa de chef, lo cual llama bastante la atención aquí en medio, donde la naturaleza muestra cosas tan sencillas como la planta de la que nacen las piñas, algo sorprendente para los que son demasiado citadinos.
Es Wilson Conde, el cocinero del emprendimiento. Trae varios platos: surubí a la tacuara (cocido con sal dentro de una caña de bambú); surubí en hoja (como el otro, sólo está condimentado, y se cocina en hoja de palmera similar a la japaina); pique a lo macho; pollo en salsa y dos tipos de arroz. Y, para apagar la sed, jugos de sandía y piña. Tampoco falta el postre: crema de chocolate.
Mashaquipe es una palabra de origen tacana que significa “varias cosas juntas”. En esta parte del Madidi, los comunarios tenían casas que decidieron reconvertir en un emprendimiento etno-eco-turístico. Pero hace unos meses, la empresa ha abierto un nuevo alojamiento: El Refugio de los Monos. Así hacen honor, en parte, a su nombre: tienen varias cosas, aunque no juntas. El nuevo campamento se encuentra a orillas del río Yacuma, a 30 minutos en barca desde la orilla cerca de Santa Rosa de Yacuma y a tres horas por carretera de tierra (barro, en esta época del año) de Rurrenabaque, y totalmente diferente: en vez de la frondosidad y los cerros tupidos que caracterizan el Madidi, en esta parte del Beni predominan las llanuras por la que reptan anacondas y sobre cuyos árboles reposan pájaros exóticos como las aves del paraíso, con cara azul y cresta estilo punk, que se dejan observar indiferentes al paso de las barcas llenas de turistas curiosos.
Recorrer el río Yacuma es muy diferente a realizar una travesía por el Tuichi o el Beni. En la época seca tienen una similitud: el color barro del agua. De julio a octubre, las riberas y playas de las orillas son perfectamente visibles y en ellas disfrutan del sol los lagartos, los caimanes y las capibaras, y los monos se asoman desde los árboles con su algarabía pidiendo algo para comer. En época de lluvia —de noviembre a mayo— el río se desborda y los animales se internan en el bosque lo que dificulta que sean apreciados por los visitantes. También crea lagunas en lugares a los que no se puede acceder. Por algo esta zona es importante para la conservación de las sabanas inundables de los Llanos de Moxos, en Beni.
En diciembre es más complicado ver a la fauna en el Yacuma: algunas garzas y otros animales alados totalmente empapados esperando sobre una rama a que pase la lluvia; los ojos de un lagarto o el salto juguetón de un bufeo en el agua.
Aquí, los emprendimientos comunitarios están en el margen del cauce, hechos de madera sobre vigas para alejar las habitaciones del suelo, húmedo e inundable.
Recorrer el río para bañarse en los remansos donde abundan los delfines rosados, practicar la pesca deportiva de la piraña o recorrer a pie los humedales en busca de serpientes de hasta seis metros de largaria son las opciones para pasar el rato en este lugar que está dentro del Área Protegida Municipal Pampas del Yacuma. Con 616.453 ha es, probablemente, la zona más grande del mundo en su categoría, a la que ingresan cada año 20.000 turistas, casi todos extranjeros, lo que la convierte en la segunda área protegida más visitada de Bolivia, tras la Reserva Eduardo Abaroa, que recibe 80.000.
Del 15 al 17 de noviembre se celebró en Santa Rosa el Segundo Taller Nacional de Turismo Comunitario en Áreas Protegidas de Bolivia. En él, el viceministro del área, Marko Machicao, afirmó que el desarrollo de actividades turísticas ha sacado de la pobreza a alrededor de 170.000 personas en el país durante los últimos años. Pero los comunarios del Madidi piden más apoyo, y no sólo ellos: también los empresarios privados de Rurrenabaque, que es el tercer municipio turístico de Bolivia por detrás de Uyuni y del lago Titicaca, con 61.000 visitantes al año (según datos oficiales de 2010). Sin embargo, es parte de Destino Amazonía y no se promociona el municipio en sí mismo. Según el Viceministerio de Turismo y los representantes del empresariado local, esto se debe a que la Ley Marco de Autonomías da potestad a las alcaldías para hacer políticas en este ámbito, pero Rurrenabaque no ha solicitado, por ahora, ser un destino turístico.
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