Eran los primeros días de abril y tocaba Semana Santa. Alberto y yo decidimos ir a Coroico.
Era mi primer año en Bolivia y era uno de los pocos lugares que hasta ese momento había visitado. Me había parecido hermoso y tenía ganas de mucho sol, calor y ver otro paisaje más verde.
Pero algunas cosas fallaron. Hubo situaciones imprevistas que nos dejaron escasos de tiempo y dinero.
Alberto también estaba muy entusiasmado con el viaje, sobre todo por salir de la inflexible rutina, pero también porque amaba viajar. Entonces pensé que aunque fuese por un día, deberíamos hacerlo. No fue difícil convencerlo.
Tal vez era muy poco tiempo para hacer un viaje de tres horas de ida y de vuelta, pero valía la pena ver lugares diferentes, respirar otros aires, compartir con otras gentes.
El sábado a las 7:00 llegábamos a Villa Fátima para tomar el minibús. Desde lejos se escuchaban los gritos:
-¡Coroicoroicoroico!
-¡Ya sale Coroico!
Contentos nos acercamos a comprar los pasajes y nos sentamos a esperar que nuestro minibús se llenara. Al cabo de un rato, partimos.
El viaje no tuvo contratiempos. A pesar de que por esos días todavía se usaba el temido camino de la muerte. Era emocionante pasar por ciertos lugares, precipicios verdes en los que no se podía ver el piso. Parecíamos volar. Se apretaba el estómago con la simple idea de que podíamos caer, pero era mayor la sensación de estar sostenidos por hilos invisibles.
Ya en Coroico nos dedicamos a pasear. Primero intentamos bajar al río. Me caí un par de veces, acompañada por las carcajadas de Alberto, que parecía un niño al descubrir sorprendentes formas en los insectos, plantas y aves de la zona.
Luego estuvimos en la piscina tomando sol y almorzamos lo más tarde que pudimos para aprovechar el tiempo.
Se acercaba la hora de irnos y nos empezó a dar angustia. Nos parecía que había pasado demasiado rápido el tiempo. Como si hubiesen transcurrido tan sólo minutos desde que nos dedicamos a explorar ese grandioso paisaje y refrescar el alma.
Nos sentamos en las escaleras de la iglesia frente a la plaza principal. Alberto dibujaba formas con una rama, cabizbajo. De pronto lo miré fijamente:
-¿Y si no nos vamos? -le dije-.
Con sus ojos abiertos de sorpresa me respondió:
-¡Pero no tenemos dinero para quedarnos!
-No importa -afirmé-. Podemos pasear por ahí, perder el tiempo, no hace frío, puede ser divertido ¿qué podemos perder?
Se quedó callado. Su silencio me hizo dudar.
-Pero si prefieres, podemos regresar, ya me dio flojera -manifesté-.
-¿Y si preguntamos a la moneda? -exclamó Alberto más entusiasmado-.
-¡Ya! ¡Yo escojo escudo!
Ya no recuerdo cuántas veces lanzamos la moneda. Creo que en el fondo habíamos decidido quedarnos.
A partir de ahí, todo tuvo un tono más ambiguo. Como un sueño. Dimos vueltas y más vueltas observando a la gente que hacía su vida normal y a otros que vivían el ritual católico.
Por la noche bebimos un poco, cantamos, conversamos, conocimos los motivos de unos y otros para estar allí. Más tarde se escuchaba a grupos en la plaza que cantaban los himnos del rock nacional a toda voz y una guitarra.
Llegó un momento de la madrugada que nos empezamos a aburrir. Todo el mundo estaba demasiado ebrio. Todo parecía sin sentido, sin forma. Empezaron las peleas, los gritos. Me asusté. Alberto sugirió buscar un lugar más oculto para no tentar a nadie.
Cerca de ahí había un camión con la parte trasera sin techo. Me pareció divertido ocultarnos allí. Podíamos ver las estrellas, observar lo que ocurría sin ser vistos y cuando comenzó a hacer frío nos tapamos con la gigantesca tela con la que cubrían la carga.
Inesperadamente comenzó a llover. Nos habíamos dormido un poco y se me pasó por la cabeza que tal vez estábamos en alguna carretera de camino a recoger alguna carga, pero seguíamos en el mismo lugar.
Tuvimos que refugiarnos de la lluvia. Entramos en un edificio y nos acomodamos en unas escaleras entre el segundo y tercer piso. Comenzaba a amanecer y tres borrachos cantaban sin cesar: "No te quiero por tu oro, no te quiero por tu plata... ”. Al principio era gracioso, pero después de 15 veces, ya no.
El tibio sol de la mañana nos despertó totalmente. Dimos un paseo para desentumecer el cuerpo. Los jugos del mercado nos resucitaron.
No pasó mucho tiempo cuando de pronto se empezó a escuchar:
-¡A La Paz, La Paz, La Paz! ¡Suba joven! ¡Señorita!
Mientras partía el minibús lleno de gente, pensaba lo bueno que es a veces regresar de un viaje.
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