domingo, 9 de noviembre de 2014
La mítica e histórica calle Jaén, entre balcones, faroles y museos coloniales, ofrece un alojamiento diferente y atractivo a turistas
El marco de piedra parece el ingreso a otro museo de los tantos que existen en la calle Jaén. Pero este lugar es para el descanso del viajero que quiere permanecer cerca del corazón de La Paz, entre habitaciones coloniales y con pinturas de la cosmovisión andino-amazónica.
¿Se imagina pernoctar en un espacio lleno de historia, donde se escribió parte de la independencia latinoamericana? La calle con su empedrado colonial, sus faroles, sus balcones y la emblemática cruz verde brindan el ambiente perfecto que parece transportar al transeúnte al pasado, cuando por ese lugar pasaban caballos y carruajes, españoles y patriotas. También fantasmas. Como aquel que dicen que caminaba por el patio de esta casona y que hablaba idioma francés.
Esta otra historia comenzó hace más o menos tres años con un “amor a primera vista”, cuando Sara Rivas buscaba un terreno con el objetivo de construir un edificio de departamentos.
“Como estaba empezando el boom de las edificaciones, nos propusimos construir departamentos, por lo que estaba buscando un terreno. Fui a una inmobiliaria y vi un anuncio de venta de una casa en la calle Jaén. Solo por curiosidad, porque casi no se puede entrar a estas casas, le pedí al señor que me atendía que además de los terrenos me llevara a la Jaén. Cuando llegué y me mostraron la casa se me borraron todos los planes del edificio, de los departamentos, de la inversión”, cuenta Sara, la arquitecta que decidió incursionar en esta aventura inmobiliaria.
Otra motivación para adquirir la vivienda fue que el padre de Sara, Hugo Rivas, solía visitar la peña Marka Tambo —donde se encuentra en la actualidad el hostal Ananay— cuando llegaban sus invitados del exterior o sus familiares. “Si había cumpleaños o alguna visita, mi padre nos traía a este lugar”, recuerda.
“Lastimosamente, los de Marka Tambo han decidido irse. Se les ofreció que comenzaran y terminaran más temprano, pero decidieron no hacerlo y se trasladaron”, se lamenta Miguel.
“Soledad, soledad, esta noche estoy muy triste, se me ha ocultado la luna, si el orgullo me dio calma, que se acabe mi amargura...”, la cueca interpretada por el Dúo Larrea Uriarte, se escucha como fondo musical en el hostal, mientras a la derecha, en el ingreso a la casa, la antigua cocina ha sido habilitada como cafetería, donde se ofrece a los comensales desde jugos de frutas hasta café con pasteles, todo hecho de manera natural y artesanal.
“Cuando comenzamos a ocuparnos del lugar fue una sorpresa desagradable, porque entramos y encontramos un letrero que decía: ‘Por favor, no echar orines en la lavandería’. Eran ocho cuartos, aproximadamente, y en cada una de las paredes había un letrero de ésos. Cuando subimos al techo, lo encontramos lleno de basura, parecería que veían espacio y botaban los desechos. Eso da una idea de cómo era el estado de la casa”, cuenta Miguel Ángel Rivas, hijo de Sara y uno de los promotores de la refacción de la vivienda colonial.
Otro de los problemas con los que se encontraron fue el estado de los tejados, debido a la sobrecarga de yeso para cubrir los huecos. Una dificultad adicional fue la estructura de la casona. Como está edificada con paredes de adobe, el sistema original de construcción no requiere que tengan columnas, sino que se necesitan tensores, lo que evita que se caigan los muros; sin embargo, alguno de los dueños decidió cortar los tensores de arriba y abajo, lo que ponía en peligro la estructura.
Para esta labor y otras se contó con la colaboración del arquitecto Romel Terán, especialista en restauración, con quien llevaron a cabo los trabajos específicos. Primero se recuperaron las tejas del techo y se cambió la cañahueca que servía de tumbado, a causa de que el material original estaba podrido. Como la casa fue construida a finales del siglo XVI e inicios del siglo XVII, los cueros de amarre de las cañahuecas se habían secado hasta el punto de quedar “como si fueran acero”. Para solucionar esta dificultad se los tuvo que poner en remojo varios días.
Formas y pinturas de Ananay
Para descubrir el color original de las ventanas y las puertas se tuvo que apelar a cuchillos, vidrios, amoladoras y una buena cantidad de lija. “Lo mismo ocurrió con algunas puertas, que son muy bonitas; hasta hemos recuperado una chapa antigua, porque la capa de pintura llegaba a tapar este relleno”, señala Miguel Ángel.
La fuente y el piso estaban cementados, la paredes tenían más de cinco capas de pintura, al igual que las ventanas y las puertas, había que lijar una a una las tejas del techo. Parecía que el trabajo no iba a acabar. Es en aquel momento en que parecía que la familia iba a “botar la toalla”.
“¿Por qué no te has fijado que no tenía columnas?”, “Deberías haber calculado los costos”, se recriminaban. “A veces nos planteamos que si hubiéramos llevado a cabo nuestro primer plan, ahora estaríamos haciendo un segundo edificio; pero también hemos aprendido de la parte humana, que no todo es valor monetario, que hay otros valores, incluso crecer como familia, porque todos esos problemas los hemos enfrentado juntos”, sostiene Sara con relación al trabajo que desarrolló junto a sus hijos Miguel Ángel y Andrés.
El momento en que la familia sintió que sus problemas habían terminado llegó el 16 de septiembre de este año, cuando la Gobernación de La Paz otorgó los permisos para que el hostal pudiera operar. Tras ello, el momento en que una muchacha alemana llegó a buscar alojamiento dio por inaugurado el emprendimiento familiar. “Cuando tuvimos el primer huésped fue como si hubiera acabado la pesadilla”, confiesa Miguel Ángel.
Ahora, mucha gente entra al lugar porque le llama la atención la casa, la fuente de piedra en medio del patio y los colores. “Hay personas o familias a las que hemos hecho pasar para que vivan ese sentimiento que rara vez se puede experimentar, el entrar a una casa antigua”, afirma Sara.
El hostal irradia vida con las paredes rojas, anaranjadas y azules, con los balcones y los marcos de las puertas y ventanas verdes. A los costados se encuentran faroles antiguos y macetas con plantas que cuelgan de los techos de bambú. Después de haber quitado el cemento, la fuente y el piso de piedra invitan a soñar que alguna vez pasaron por ahí nuestros antepasados. Tal vez incluso el fantasma francés.
Las habitaciones y los pasillos son cálidos y cada cual diferente. No por nada, los visitantes afirman que es un hostal bello. Un hermoso lugar.
“Me acordé que mi abuela solía decir ananay (que en idioma quechua quiere decir muy bonito)”, explica Sara, quien añade que “como la gente que venía al lugar decía qué bonito lugar, decidimos llamar al hostal Ananay, además que para los turistas es fácil de recordar”.
El hostal está dividido en dos bloques. El primero es un edificio colonial que respeta los elementos que lo hacen patrimonio paceño. Para ello, Sara iba seguido a la Feria de la 16 de Julio a conseguir catres antiguos, radios, planchas y maletas viejas para colocarlos en las habitaciones.
Bloques
Después de la restauración, los balcones y las puertas lucen como nuevos y los pisos, relucientes. Una de las habitaciones tiene el aspecto del dormitorio de Pedro Domingo Murillo, como el museo ubicado en la misma calle. El ambiente invita a la tranquilidad y al descanso.
El segundo bloque, que fue construido en los años 70, tiene colores más vivos, como se utiliza en la cultura andina. Cada una de las habitaciones tiene un mural diseñado y pintado por el artista Jatha Wara Wara Achu (Lucio Guarachi Baltazar).
Estas obras nacen bajo la concepción de illas, que en la cosmovisión andina son objetos considerados amuletos y elementos con virtudes mágicas.
Una de sus obras más representativas es la illa Pachamama Uraki Laka, Uma, Wayra, Nina (Madre Tierra ancestral, de agua, de tierra y de fuego), un mural que muestra el planeta, que refleja la armonía en que vivían los ancestros, entre oriente y occidente.
Hasta el momento hay 15 cuadros que representan la concepción de la cultura andino-amazónica. Es como tener una obra de arte personalizada.
En los pasillos y en las gradas se respira otro ambiente, como estar en un mundo paralelo a la vorágine de la modernidad de la sede de gobierno. La temperatura es agradable y los troncos del techo dan el ambiente de estar en un pueblo antiguo.
En la terraza ocurre un fenómeno interesante. Cuando una persona ingresa a este espacio es inevitable decir ¡Uau!, en español, francés, inglés o japonés, según cuenta Miguel. La terraza es uno de los espacios más atractivos del hostal, pues se ofrece una vista única de la ciudad de 360 grados, con tejados y torres de iglesia.
El alojamiento tiene 23 habitaciones, con capacidad para hospedar hasta a 52 personas, con una tarifa de 140 bolivianos por visitante con baño privado y 105 con baño compartido. “Si son grupos numerosos se hace un descuento del 10 hasta el 20%, al igual que para estadías de una semana”, informa Miguel Ángel Rivas.
Estar en el Ananay es tener la satisfacción de pisar huellas de un pasado heroico, en una calle llena de historias, como transportarse en el tiempo a través del zaguán de piedra y el techo de teja y cañahueca, con la seguridad de que las 15 illas brindarán protección para tener un buen descanso y decir, ¡qué bello es Ananay!
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