sábado, 20 de diciembre de 2014
Anécdotas de un paseo por el sur de Potosí Yuri Mirko Ríos Madariaga
El Árbol de Piedra en el desierto de Siloli, fue la última fotografía, la batería de mi cámara se había agotado.
“Todo musulmán, siguiendo los preceptos del islam y mientras le sea posible, debe peregrinar a la ciudad sagrada de La Meca (Arabia Saudí) al menos una vez en su vida”, me dijo un turista rubio como el sol en un corto y sorpresivo dialogo destinado a resolver algunas incógnitas. Me interceptó cuando bajaba de la cúspide de la isla Incahuasi, mientras él ascendía junto a A esposa francesa. Quizás le llamó la atención el que yo no era el típico turista que normalmente visita esos lugares, es decir, de tez clara, cabellos dorados y muy altos. Para ser franco, cuando me dijo que era de Argelia (norte de África), lo primero que se me vino a la mente fueron desiertos y gente más bien morena envuelta en túnicas, por lo visto, estaba muy equivocado, al igual que el nuestro, no imaginaba la diversidad étnica de su país. Al escribir esta nota y como una simple analogía, excepto por lo religioso, se me ocurrió que cada boliviano debe conocer y palpar en el transcurso de su vida, la maravilla natural del salar de Uyuni y las impresionantes formaciones de los Lípez potosi-nos. Se dice que Buzz Aldrin, el segundo hombre que pisó el suelo lunar en 1969, divisó desde su polvorienta superficie un punto resplandeciente en la Tierra… no era otra cosa que el salar de Uyuni; más tar-de -sin duda- atraído por su mágico paisaje, lo visitó varias veces a partir de la década de 1970.
Muchos coterráneos pien-san que los tours para conocer y disfrutar de estos lugares solo están diseñados pa-ra los “gringuitos”, inclusive en la oficina de turismo me aseguraron que son muy pocos los bolivianos que se animan a realizar cual-quiera de los diversos paque-tes que ofrecen. “En la Reser-va de Fauna Andina Eduardo Avaroa conocerás a las tres especies de parinas (flamen-cos) que habitan en las lagu-nas de colores, también verás kelluallas (gaviotas andinas), socas y huallatas (patos silves-tres); y si tienes mucha pero mucha suerte también verás suris (ñandúes), kamakes (zo-rros andinos) y al casi extinto titi (gato andino)”, me dijo la guía de turismo como si estu-viera enterada de la fascina-ción que siento cuando obser-vo a los animales en sus hábi- tats naturales. Aunque no tuve suerte con los últimos animales menciona-dos, a modo de consuelo, me queda el recuerdo de haber visto muy de cerca a cuatro suris en el patio de una parroquia situada al frente de la terminal de buses.
Noviembre no es precisamente un mes preferido para visitar Uyuni, por las lluvias que ya empiezan, lo cierto es que el tiem-po estuvo fenomenal para la observación, pues no divisé ni una nube en el cielo y hasta hacía calor. “La época de lluvias puede ser peligrosa para atravesar el sa-lar, es fácil desorientarse y el carro puede atascarse, nadie nos auxiliaría. Solo lo bordeamos sin adentrarnos”, dijo Florencio el chofer-guía del 4 x 4 al inicio de la tra-vesía. Y es que el salar de Uyuni con sus 10.582 Km2 (el más grande del mundo), los salares de Coipasa y Chiguana, y el lago Poopó, se piensa que son los vesti-gios de un enorme lago prehistórico (Min-chín) que existió hace 40.000 años en el altiplano sur de Bolivia.
“Cómo te vienes al desierto blanco sin una gota de agua”, me reprochaba María, la misma guía de turismo oriunda de Su-cre, mientras me acompañaba a las enti-dades financieras ubicadas en la avenida Potosí. Muy temprano ya le había adelan-tado “alguito” para hacer la reserva, le ex-pliqué que como lastimosamente el plan A había fallado, entonces con seguridad el plan B funcionaría sin problema, en refe-rencia al servicio de los cajeros automá-ticos. Pero el destino a veces es tan capri-choso que da la impresión de que se las agarra con uno, en este caso parecía que tampoco quería que el plan B funcione; no había sistema. No era culpa mía y ya no tenía otro plan en mente, que no sea el de volver a casa. Después de mucha insisten-cia y ver algunas caras largas (lo feo), el inconveniente fue solucionado a tiempo, de lo contrario habría perdido un día valioso.
A las 10:30 de la mañana sentado en la mejor butaca de la vagoneta (asiento delantero) partía a disfrutar de uno de mis más grandes sueños y experiencias: cono-cer al mítico salar y las singulares forma-ciones naturales de los Lípez. Florencio, acaso el más joven de todos, fue el prime-ro en dirigirme la palabra… ¿de dónde eres? me preguntó con familiaridad, a lo mejor sospechando que era de aquí “no-más”. Aunque no acostumbro a dar charla en los viajes, especialmente cuando el lugar a conocer es nuevo, esta vez que no es la primera, hice una excepción. Dos parejas de franceses que no recuerdo de qué ciudades eran y una brasileña de Río de Janeiro que viajaba sola completaba el grupo.
Sentado en el comedor del refugio de sal para pasar la primera noche y cuando así de rápido, ya empezaba a extrañar al cas-tellano en esa especie de Torre de Babel (mezcolanza de lenguas), había entablado una amena conversación con dos latino-americanos muy buenas gentes, se pare-cían tanto a nosotros (los occidentales) en la manera de hablar y hasta en lo físico, juraba que eran de La Paz. Trataba de adivinar con Edilma, la brasileña, de dónde podían provenir; centroamericanos quizás, estábamos cerca, pero no le atinábamos. Mayúscula fue la sorpresa cuando nos dijeron que eran mexicanos interesados en saber más de nuestras culturas, en es-pecial la tiahuanacota, denominada la Cul-tura Madre de Bolivia por los historiadores. Venir de tierras lejanas para investigar una cultura tan de nosotros y de renombre mundial, es un hecho elogiable que debe-ría enorgullecernos, pero lo lamentable es que a muchos no les interesa en lo míni-mo, teniéndola “cerquita” a disposición de cualquier fin de semana para visitarla.
“Primero quiero conocer mi país de ex-tremo a extremo y después si dispongo del dinero suficiente conocer Rapa Nui (isla de Pascua), el archipiélago de Galápagos y las pirámides de Egipto”, les dije sin titu-bear cuando me tocó el turno de hablar de futuros viajes… ¡Oh, eso está muy bueno! me respondieron casi al unísono con su mal pronunciado castellano. Los franceses darían la vuelta al mundo, cruzarían el Pacífico para arribar a Australia, luego a Malasia y de allí al Viejo Mundo. Edilma no se quedaba corta, ya había recorrido me-dio mundo, y no precisamente en bicicleta tal como nos lo contaron unos suizos que habían empezado su aventura en Nortea-mérica para finalizarla en la Patagonia argentina. ¡Vaya! me quedé bien chiquito al oír sus sorprendentes relatos… y yo que creía saber bastante acerca de viajes y geografía.
“Hazme el favor de traerme un adorno de sal de Colchani para el doctor”, fue el pedido de mi mamá a través de una lla-mada… pensé que era demasiado tarde porque hacía mucho, vale decir, al inicio del tour que nos habíamos detenido en dicha población para adquirir artesanías, que de cierto, luego de una comparación las vendían a un precio más bajo que en Uyuni. Al respecto, Colchani a orillas del salar es considerado el primer centro pro-ductor de sal yodada en el país y en donde con sus propias manos construyeron un llamativo Museo de Sal que acoge enor-mes estatuas de animales tallados tam-bién en sal. Hay que tomar en cuenta que si el recorrido no pasa por Colchani (lo cual es raro), es posible encontrar éstas y otras artesanías en la avenida Arce, una vía peatonal encargada en dar la bienveni-da a todo viajero que llega en ferrocarril desde Oruro o a la inversa desde Villazón.
“Tómame una foto con el volcán (Olla-güe) y esa cosa verde”, así le llamaba Edil-ma a la yareta. Y no es que haya sido des-pectiva, era la primera vez que sus ojos veían un vegetal fuera de lo común con ¡aspecto de musgo! que se desliza y trepa por zonas rocosas y arenosas de altitud. “Éstas no hay en el Brasil”, le dije al tiempo que acariciaba su áspera superficie como si fuera la joya más preciada. Le expliqué que era una rareza en extinción, ya que los lugareños la sobreexplotan como fuente de combustible.
Nombrar al Ollagüe me trajo a la memo-ria la silueta cónica del volcán Licancabur, en cuyas faldas se asienta la laguna Verde. “En la década pasada, la pequeña laguna que se encuentra en el cráter de este volcán, fue visitada por una misión científica de la NASA para estudiar a los microorganismos extremófilos que habitan en ella, todo con el objeto de descifrar el origen de la vida en el universo y el poste-rior envío de sondas exploradoras a Mar-te”, Edilma quedó sorprendida cuando le revelé este dato, pero su rostro inmedia-tamente cambió de expresión, advertí una tristeza inusual en ella, pronto se marcha-ría. “Comenten a sus amigos sobre estos lugares para que vengan a conocerlos”, les dije al momento de despedirme cerca del hito fronterizo, quizás el punto más austral del país, mientras esperaban el bus que los trasladaría a San Pedro de Atacama (Chile).
Noche límpida y de luna llena, era el preámbulo perfecto para visitar Sol de Ma-ñana. Los rayos solares se estrellaban de frente en el parabrisas como si quisieran romperlo y a la vez romper el intenso frío reinante, a las seis de la mañana eran casi enceguecedores; estábamos en la cima de una cadena montañosa y de pronto allí aparecieron. Ésta es una explicación poé-tica del porqué recibe su original nombre… si no lo hubiera visto nunca lo habría ima-ginado. Fumarolas que desprenden gases de azufre y vapor de agua de hasta dece-nas de metros de alto, sectores de lava hirviendo a semejanza del plato típico de Potosí: la kala purka, completan el entor-no. En fin, un kilómetro cuadrado lleno de pura actividad volcánica, es la descripción más acertada para este lugar de ensueño.
Vientos fuertes y helados soplaban en la planicie de fina arena y paja brava, un sol que no calentaba la tarde y yo en manga corta. El mirador de la laguna Colorada aún se veía lejano bajo el cie-lo azul. Los turistas habían tomado otro camino, las pari-nas se veían estáticas como pequeñas manchas rosadas en medio de las aguas roji-zas. “Aquí me quedaré hasta que muera el sol”, le dije a Edilma mientras ella retorna-ba al refugio. Sentado sobre una roca mirando ese asom-broso paisaje como de otro planeta, pensaba en mi fami-lia, en las cosas que hacía, en el porvenir; era como en-contrarme a mí mismo, paz total. En una palabra… inolvi-dable.
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