Toro Toro o Samaipata….Samaipata o Toro Toro, fueron las palabras que resonaban en mi mente a la espera de la decisión final, cuál vencería aún era un enigma. La internet tuvo un papel fundamental a la hora de encontrar información. Por un lado, el Parque Nacional Toro Toro en el norte del departamento de Potosí con sus huellas de dinosaurios, cavernas, parabas frente roja (especie endémica) y el majestuoso cañón entre otros atractivos, constituían un “plato” como pa-ra no despreciar; y por otro, el Fuerte de Samaipata en el oeste del departamento de Santa Cruz, no se quedaba atrás, pues tiene fama de ser el mayor petroglifo del mundo, legado de una cultura perdida en el tiempo con ulteriores vestigios incaicos y coloniales, en fin, una joya ar-queológica declarada por la UNESCO en 1998 “Patrimonio Cultural de la Humanidad”. Coincidentemente -con mapa en mano- ambos destinos turísticos están ubicados ca-si a la misma latitud, pero en extremos opuestos (este-oeste) de los valles secos interandinos o valles mesotérmicos de la cordillera Oriental de los Andes. Ninguno salió victorioso, algo pesó más.
Extrañaba el clima caluroso y húmedo de los paisajes orientales, no los visitaba desde hacía casi dos años. Pero ésta vez quería un ingrediente más, algo no tan común y que vaya de acuerdo con mi otra pasión personal: la fauna. Resolví conocer el parque Ambue Ari de 800 hectáreas de superficie, situado a 45 minutos al noroes-te de Ascensión de Guarayos camino a la capital beniana.
“Cuando el último árbol sea cortado, cuando el último ani-mal sea cazado, cuando el último río sea contaminado, se-rá entonces que el hombre se dará cuen-ta que el dinero no se come…”, frase fiel-mente copiada de un cartel pintado de verde a la entrada del parque Ambue Ari, un Centro de Custodia de Fauna Silvestre; crea-do por iniciativa de la Comunidad Inti Wara Yassi, organización sin fines de lucro dedicada a defender, res-catar, cuidar y rehabilitar animales silves-tres víctimas del maltrato y comercio ile-gal. Bajo la tutela del parque Ambue Ari figuran decenas de animales de diferentes especies, uno de ellos, el que más me lla-mó la atención por su existencia de sufrimiento y al que me hubiera gustado cono-cer en persona, fue a Don Juancho, un jaguar longevo que quedó ciego por acci-dentes “fortuitos” cuando vivía aislado en una jaula estrecha en el zoológico de San-ta Cruz; su vida entera fue prácticamente arrebatada sin cometer delito alguno ¡Qué cruel e injusto! Ambue Ari significa “nuevo día”, de seguro aquí los animales lastimados tienen una se-gunda oportunidad para vivir con calidad y calidez humana, tal como tantas veces lo escuché en las propagandas.
Algunas vicisitudes en la ciudad de Santa Cruz y el repentino inicio de un blo-queo en la localidad de El Puente por parte de los productores arroceros (en-tre San Ramón y Ascensión de Guarayos), terminaron por cambiar el itinerario en la mira. Los trabajadores del agro pe-dían a Emapa que les su suba el precio de compra de la faena de arroz en 15 puntos más. “Bloquear es la idiosincrasia de nuestro pueblo, nada podemos ha-cer”, me dijo resignada la funcionaria de una línea aérea en la terminal Bimo-dal, mientras esperaba pa-cientemente que el conflic-to se solucionara lo antes posible, no sucedió así. Es-te tipo de “atentados” a la libre circulación por el país, obviamente la paga quien nada tiene que ver con sus asuntos. La penúltima vez que estuve por ese sector, y vaya suerte la mía, tuve que caminar algunos kiló-metros con tres equipajes a cuestas, el chofer de la flota no tuvo compasión por nadie, menos mal que era de madrugada (por el calor); el trasbordo hacia la capital cruceña fue otro tormento. En ese enton-ces, las demandas de estudiantes univer-sitarios exigían la creación de una facultad en San Julián, tarea encomendada a la universidad estatal local, y como era lógi-co, la mejor forma de presionar era blo-quear todos los ingresos a la población.
Conocer la plaza principal y sobre todo la iglesia estilo misional de Ascensión de Guarayos fue singular, aunque me hubiera gustado hacerlo no de la forma apresurada en que lo hice, y todo por culpa del suso-dicho bloqueo. Alterados los planes, solo tenía en mente llegar a la ciudad de Trini-dad haciendo otro trasbordo en la pobla-ción de San Pablo.
En plena urbe trinitaria se localiza el parque El Pantanal, un pedacito de tierra sacado de las “pampas” del Beni. Apenas di unos pasos y un simpático taitetú corrió al encuentro para darme la bienvenida, lo acaricié y se comportó tal como se com-porta un cariñoso perrito con su amo. Un rápido vistazo puso al descubierto algo inesperado, aún estaban las petas de pa-tas amarillas y las taricayas, las sicurís y los yacarés, y dije aún, porque ya no divisé a la única anta del parque, tampoco a las tres urinas, ni a los dos ciervos de los pantanos grabados en la anterior vi-sita y que andaban suel-tos, también faltaban ba-tos, el parque se veía casi vacío y triste sin su grata presencia. “Seguro se los comieron”, me respondió un mototaxista rumbo a la loma Suarez al comentarle sobre los animales ahora inexistentes. Escucharlo me dejó estupefacto, y pensar que vine de “tan lejos” solo para mirar y ad-mirar a esas criaturas, sa-biendo que son las verda-deras estrellas del parque. El mismo mototaxista me contó que hace un mes aproximadamente, encontraron a la sicurí más grande del parque en las cercanías de Ascensión de Guarayos, fue robada y quién sabe para qué fines; los cleptóma-nos entraron por el deteriorado alambrado trasero. “Preservar la flora y fauna…” se lee en el letrero de la puerta principal, pero aparentemente a nadie le importa. Pese a sus actuales carencias y con el debido cuidado ornamental que se merece, este lugar aún resulta fascinante para los amantes de la naturaleza. Animales en libertad, palmeras y árboles nativos, lagu-nas llenas de vida con Victorias regias so-bre su superficie.
El museo etnoarqueológico “Kenneth Lee”, lo dejo para otra ocasión, pues es necesario de más espacio solo para describir a ésta otra joyita trinitaria.
Solo 50 minutos me se-paraban de la ciudad de La Paz, cargado de cuñapés calientitos, llaveros con ta-cús y carretones, cocos, almendras y un exquisito copoazú comprados en el Mercado Campesino, esta-ba resuelto a cumplir un último deseo para deleitar mi vista: observar desde las alturas al río Mamoré y las innumerables lagunas construidas por las Cultu-ras Hidráulicas de Moxos a lo largo de su recorrido en ambas riberas, sin duda, una muestra de lo mágico que son las tierras orientales.
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