De los 7.200 millones de habitantes del planeta, 1.138 millones cruzaron en 2014 alguna frontera en sus viajes de placer. Un récord que pone de manifiesto la extraordinaria dimensión del turismo como factor de cambio global. En la playa, en un crucero, en París o en la reserva de los osos panda, los turistas generan uno de cada once puestos de trabajo. Viajar es el nombre de una enfermedad moderna que quedó fuera de control a mitad de los años 50 y se sigue expandiendo. La enfermedad —cuyo nombre científico es Travelitis furiosus— “la transmite un germen llamado prosperidad”. Esta cita del irónico escritor húngaro George Mikes sirve muy bien para plantear una pregunta: ¿sabía usted que el turismo es la fuerza que mueve el mundo?
No hay por qué alarmarse si la respuesta es no. Ni los gobiernos, ni los organismos internacionales, ni los medios de comunicación se habían dado cuenta hasta hace muy poco. Sobre la energía, el petróleo, las finanzas, la ciencia y la agricultura existía el consenso de que son vitales para el desarrollo global.
Pero el turismo no entraba en las agendas de los poderosos del mundo, salvo en Francia. Tres fechas ilustran la capacidad de Francia para poner en valor su cultura y la belleza que acompaña al turismo. En 1834 se nombró a Prosper Mérimée, el autor de la novela Carmen, inspector general de los monumentos históricos (todavía hoy, la lista de 44.236 monumentos protegidos en Francia se denomina Base Mérimée en homenaje a aquella audaz iniciativa). En junio de 1936, el primer ministro socialista Léon Blum legisló a favor de las vacaciones pagadas para todos, 15 días que muchos obreros franceses aprovecharon, en el primer verano de vigencia de la ley, para lanzarse hacia la costa y conocer el mar. Y a principios de los años 60, el escritor André Malraux, ministro de Cultura de De Gaulle, obligó a los propietarios de los edificios privados de París a pintar las fachadas con regularidad. Desde que en 2000 el Gobierno chino autorizó vacaciones pagadas en las Semanas Doradas (el Nuevo Año Chino, a finales de enero o en febrero, y el Día Nacional, en octubre), el turismo chino se incrementó aceleradamente. Un 5% de los chinos tienen ya pasaporte, se calcula que en 2011 había en China 960.000 millonarios, y su clase media se aleja cada vez más de los estereotipos, algunos de tintes racistas, que los presentan como hordas sin cultivar. El acelerón ha llegado hasta el punto de que China se convirtió en 2014 en el primer país del mundo emisor de turistas (120 millones), y la cifra alcanzará los 200 millones en 2018, según una prospección del Consejo Mundial de Viajes y Turismo (World Travel & Tourism Council), el foro que agrupa a 100 de las empresas más poderosas del sector. La industria vive cada cuatro o cinco años un proceso disruptivo. En su despacho de la Organización Mundial del Turismo (OMT), la agencia dependiente de Naciones Unidas con sede en Madrid, el secretario general, el jordano Taleb Rifai, explica que el mundo de hoy está viviendo dos revoluciones: la tecnológica y la de los viajes. “La tecnológica conecta al mundo virtualmente, la de los viajes nos conecta físicamente”, dice. En opinión de Rifai, lo que está pasando “es increíble”. Y ofrece unos simples datos. “En 2014 hubo 1.138 millones de turistas internacionales que traspasaron alguna frontera. Lo que quiere decir que más de uno de cada siete habitantes del mundo hizo un viaje internacional. En 1950 eran 22 millones”. Un crecimiento vertiginoso con una fecha clave, 1958, cuando un vuelo comercial de Pan American 707 hizo la ruta de Nueva York a Bruselas sin repostar. Rifai aporta otro dato significativo: “Uno de cada 11 empleos en el mundo se ha creado por el turismo. Y cada puesto de trabajo del sector genera 1,4 trabajos adicionales; es decir, cuando un hotel contrata a 100 personas se está generando 240 empleos”, señala el informe.
En 2009, Ridley Scott, director de Blade Runner y otros filmes míticos, demandó a la pareja Rose-Marie y Christophe Orset por instalar una granja orgánica de aves de corral junto a su segunda residencia en el Luberon francés, en el corazón de la Provenza. Según lo contó The Daily Telegraph, “horrorizado por el cacareo de los pollos y supuestamente por el infame olor que en vaharadas inundaba su propiedad”, Scott acudió a los tribunales. Pero perdió, entre otras cosas porque el experto convocado por el juez declaró que la granja se integraba perfectamente en el paisaje “y el sonido de los pollos está en armonía con el medio ambiente”. Las autoridades francesas han subvencionado las granjas y han regulado la protección del paisaje frente a la industrialización del turismo que ejemplifica el mercado de las segundas residencias. Un problema que no solo afecta considerablemente a la campiña francesa, sino también al distrito 6 de París, a barrios de Londres como Westminster y Kensington-Chelsea o a zonas de Manhattan, en Nueva York.Y luego está el caso de Venecia, visitada por 9,8 millones de turistas en 2013. En un artículo sobre Venecia publicado en la revista literaria The New York Review of Books, Anna Somers Cocks, fundadora de la revista The Art Newspaper, denunciaba los abusos de la industria turística en la ciudad italiana. Y subrayaba la necesidad de que se reconozca en público “que pronto el número de llegadas tendrá que limitarse y los visitantes tendrán que reservar con antelación”. Los venecianos luchan desde hace tiempo contra la masificación con dos lemas que se han hecho famosos: “Venecia no es un hotel” y “No a los grandes barcos”. Anna Somers Cocks se mostraba muy crítica en su reportaje, de junio de 2013, con el alcalde de Venecia, Giorgio Orsoni, quien dimitiría por corrupción un año después. La figura de los alcaldes es fundamental en un desarrollo turístico sensible de las ciudades. Elizabeth Becker, en su libro, celebra la transformación de Burdeos gracias a la labor de un alcalde, Alain Juppé. Y durante la charla cita también el caso de Barcelona, la ciudad que contó con el arquitecto Oriol Bohigas como responsable de urbanismo durante la gran transformación con motivo de los Juegos Olímpicos de 1992. Bohigas, de 89 años, defiende el turismo porque sin él Barcelona, una ciudad que recibió en 2013 más de 7,5 millones de visitantes, “no podría mantenerse”. “Pero cuando el Barrio Gótico se ve inundado de autobuses y turistas en calzoncillos, o cuando Las Ramblas, una de las calles más importantes del mundo, se llena de establecimientos que desplazan al comercio original, la calidad desaparece”. En su opinión, “el turismo molestará siempre porque cumple una función para la que la ciudad no está preparada”, y por eso, añade, “es muy importante su calidad”.
Ese dilema entre los ingresos económicos que genera el turismo y la disminución de la calidad de vida local plantea una pregunta que todas las ciudades históricas europeas tratan de responder: ¿cómo mantener el equilibrio? El periodista holandés Frits Abrahams habló de la “hotelización” de Ámsterdam.
Greg Richards, catedrático de Turismo en la Universidad NHTV en Breda (Países Bajos), considera que es necesario planificar el centro de las ciudades desde la política. “Si solo hay funciones de ocio, sale un parque temático, pero si hay una mezcla de funciones, que además sea productiva para los residentes, puedes conseguir un equilibrio razonable. En París se habla ya de los turistas como ciudadanos temporales que tienen derechos, pero también obligaciones. Y en Holanda se ha regulado Airbnb: puedes usarlo un máximo de 60 días al año y siempre y cuando los vecinos no se quejen”. Porque ninguna ciudad ni país va a renunciar al trozo del pastel que le corresponde. Ni Estados Unidos, “que perdió 600.000 millones de dólares de ingresos por turismo en diez años tras los atentados del 11 de septiembre”, dice David Scowsill. “Y todo porque el Departamento de Estado estaba tratando a todo el mundo como si fueran terroristas”. Scowsill defiende la solución tecnológica en temas de seguridad con la denominada “autentificación biométrica” (identificación basada en patrones corporales). La creación de espacios de libre paso entre países, como el europeo Schengen y otros que ya se están formulando en Asia y Latinoamérica, es, en su opinión, un dato más del auge irrefrenable del sector (el 64% de los habitantes del mundo necesita un visado para cruzar fronteras, una cifra que decrece: en 2008 era el 77%). Elizabeth Becker critica la antipatía de los funcionarios de las aduanas en Estados Unidos y el hecho de que apenas hablen idiomas. Y cita al político del Partido Republicano Newt Gingrich como obcecado abanderado del boicoteo a la apertura al turismo en su país. Pero tras décadas de obstrucción, el presidente Barack Obama trata de dar un vuelco al panorama con nuevas medidas —el mejor ejemplo, de noviembre pasado, es la puesta a disposición de los ciudadanos chinos de visados de entrada múltiple en Estados Unidos de hasta 10 años–.
En la misma onda, el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, no deja de felicitarse porque en 2014 la ciudad recibió 56,4 millones de visitantes y el turismo generó 350.000 puestos de trabajo. El objetivo es conseguir 67 millones de visitantes anuales para 2021.
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