lunes, 4 de julio de 2016

Tarabuco, en domingo



Es el único día de la semana en que la plaza deja de ser totalmente boliviana (en honor a la verdad, de lunes a sábado son pocos —y antiguos— los guardianes de lo propio, los que cuidan la salud de la “cultura viva”; la inmensa mayoría de los jóvenes ha escapado en busca de superación personal).

Sus rostros están marcados por la cultura incluso antes que por la historia. Al costado de la plaza, desentendidos de la pobre actividad comercial de la mayoría, abrigados en sus extremidades superiores con el poncho característico, y la lliclla y el aqsu, pantorrillas descubiertas a media asta por sus blancas calzonas, dos tarabuqueños sonríen la emoción de su encuentro dándose palmadas en los hombros. Cuesta creer que un pueblo donde brilla lo autóctono como en pocos lugares de Bolivia, se encienda solamente un día a la semana.

El frío de esta invernal mañana de domingo —más los años que obcecadamente se proponen arrasar con las costumbres— les ha forzado a cambiar sus monteras de cuero por unos gorros de lana en la cabeza: uno marrón claro, el otro negro grisáceo, lo cual ablanda todavía más una escena que en condiciones climáticas menos hostiles y hace por lo menos un centenar de años, con los cascos y a tan corta distancia uno de otro, hubiera dado la brutal impresión de los cuernos a punto de embestirse.

Intimidarían estos amistosos tarabuqueños, cuyos ancestros tenían fama de ser aguerridos indígenas, bravos guerreros sonk’o mikus (comecorazones, en quechua), si no sonrieran como ahora, a dentadura plena, ajenos a la intromisión del click de la foto. Todo lo contrario a aquel otro, alma solitaria de no ser el burro que arrea con poca gana a cien metros de la plaza. Este es más viejo y levanta el brazo derecho para espantarme con la soga plástica, de color azul, que pende del cuello del asno. Se dirigen a donde inevitablemente confluye el pueblo, nacido bajo el pomposo nombre de Villa San Pedro de Montalbán de Tarabuco.

Eso, la fundación, ocurrió el 29 de junio de 1578 por orden del virrey don Francisco de Toledo y, 438 años después, el hombre viejo avanza a paso de burro por el asfalto de la calle Olañeta. A él no le gustan las fotografías, al menos las que le toman sin permiso y me lo hace saber girando la cuerda sobre su cabeza en amenazante señal de chicote, gritándome algo que no alcanzo a comprender pero que en cualquier lengua significa enojo, desagrado. Le hago llegar mis disculpas por mi torpe fisgoneo, pero el daño está hecho.

¿Por qué la foto? ¿Por qué llama la atención el tarabuqueño vestido como lo hacían sus ancestros? ¿Qué pasa por la cabeza del turista que se pasea cámara en mano y no pierde detalle de los tejidos y de las artesanías, de los rostros cobrizos haciendo contrapunto con ojos claros?

Los guías turísticos lo explican con la “cultura viva” de los Jalq’a y los Tarabuco, la que no ha muerto a pesar de la migración campo-ciudad, ni de la intrusión mercantilista del citadino, ni de la globalización que manda a borrar las individualidades en pro de la aldea, de la sociedad común. Hay simbiosis en Tarabuco, inevitablemente, pero la resistencia es a simple vista mayor que en otras zonas de Chuquisaca.

“Mercantilismo” hacia fuera
Mientras el planeta se deja engullir por la voracidad del consumismo, la pobreza exige una salida económica también para los tarabuqueños, a 60 kilómetros de Sucre, donde de alguna manera se ajustan a la inmanente ley de la oferta y la demanda vendiendo los productos de su cultura a reducidos grupos de turistas que cada domingo por la mañana llegan para encender la luz del pueblo en minibuses, como enlatados de atún. Ellos, felices con el exótico paseo.

Hoy, Magda (Alemania) está acompañada de Max (Luxemburgo). Ambos se muestran admirados con los tejidos de lana de oveja, hechos a mano y con tintura natural. Unos, de la cultura Tarabuco, otros de la zona de Potosí, los de la zona destacan por sus colores vivos como los rojos bermellón o carmín, obtenidos de la cochinilla; por los marrones de la tierra, de las raíces de los árboles, los teñidos en barro. Todo un arsenal de la naturaleza resistiendo la moderna e industrializada aparición de la anilina.

Mientras él (rubio, alto, de polera, gorra al revés y un menguado castellano) se prueba una camisa (Bs 65) de una talla inferior a la suya. Ella (serena, anteojos de intelectual, cuello rodeado por una bufanda) me dice que cumplió un año en Bolivia y se nota: ha aprendido a regatear. Aunque pide una rebaja de Bs 50, finalmente logra que le cobren Bs 20. Me comenta que trabaja de voluntaria en Cochabamba y que se va en agosto.
Max viaja por el país como turista desde hace un mes. Lacónico, de Tarabuco opina un “bien, me gusta”. Magda es tímida y de todos modos considera al pequeño pueblo como “muy lindo”.

Son atendidos por Adela Yucra, que hace siete años se encarga del negocio de sus padres y, todavía antes, de sus abuelos. “¿Cómo le va en la feria?”, le pregunto en medio de su moderado ajetreo. “Bien nomás”, responde con gentileza. Así también recibe a sus potenciales compradores.
“Y, ¿qué es lo que más vende?”, aprovecho su bondad. “Artesanías, tejidos, chompas, mantas…”. ¿Y ponchos?, “poco”. Los tejidos más económicos cuestan Bs 5 (pequeños monederos). Los más onerosos, casualmente, son los ponchos para adultos (Bs 1.000). Para niños se consiguen en Bs 450 (negociable, como de costumbre).

Los precios de las llicllas o aguayos (que las mujeres indígenas usan para cargar su bebé o como manta, pero que, según Adela, sus compradores utilizan de mantel) oscilan entre 300 y 700 bolivianos, dependiendo del tamaño. En “oferta”, para un bolsillo menos holgado, los guantes de alpaca (Bs 25), los ch’ulus (Bs 30 o 45 si son de pura alpaca) o las fundas para cojines (Bs 50). Pero un adorno o un obsequio diferente sería, por ejemplo, una montera de cuero, cuyo precio está en alrededor de Bs 350.

Camino a este puesto abierto al frente de la plaza, un persecutor, Florentino Yucra (natural de Yamparáez, cuatro hijos), me venía ofreciendo una “saca para techo”, un tejido de menos de medio metro de largo por unos 20 centímetros de ancho que puede servir de adorno para una pared o incluso como centro de mesa. Dice que a su esposa le tomó un mes, trabajando cuatro horas al día, “hilar, torcer, todo a mano”. El precio: Bs 250. Lo vende barato, en los comercios puede costar Bs 300.

La esposa de Florentino ha heredado la exquisitez de una técnica antiquísima, única. Él se esfuerza por explicarme cómo ella plasmó en el tejido —maravillosamente artístico— el significado histórico del famoso carnaval de Tarabuco (el Pujllay), y en un esforzado castellano (su lengua madre es el quechua) me hace notar que tiene animales: gallinas, tigres, llamas, hombres trabajando, árboles, casitas.

Fredy Hofmann, experto textilero suizo que radica en Sucre, hace un tiempo me dijo con la claridad de alguien con 30 años de experiencia en el rubro que, “viendo los tejidos Jalq’a y Yampara, estoy absolutamente seguro: son los mejores tejedores en todo Sudamérica, y seguro (están) entre los mejores tejidos en todo el mundo”.

Florentino, el persecutor, lo sabe. Me sigue por todas partes y me cuenta que es agricultor: cultiva maíz, papa y trigo en su zona, en Yamparáez. “Poquito vendo”, se ruega antes de confirmar su oferta y aclarar que “puedo rebajar, pues, soy dueño”. De esa manera se diferencia de las tiendas, cuyos vendedores son, a veces, empleados.

En un descuido, una anciana mujer se acerca para ofrecer manillas. “De oveja”, me dice casi en secreto. Sus artesanías, que más tarde veré producir con la paciencia de Job y las piernas cruzadas hacia la calle, tienen un costo módico de Bs 8. A la vuelta, una mujer y su marido se intercambian picardías separados el uno del otro por dos metros de hilo de oveja.

Más allá, bien instalado, Damián (64 años, de los que lleva 40 vendiendo tejidos) cuenta que es de la comunidad de Candelaria. En Tarabuco alquila una tienda oscura en cuyo centro tiene una cama. Me revela que todos hacen lo mismo. Que por los cuatro domingos del mes, por la feria, por estar de cara a la plaza desembolsan entre Bs 300 y 400.

En su caso, “a veces vendo, a veces no. A veces 100, 500 o 1.500 bolivianos. ¡Y a veces no abro!”. Hoy, ofrece aguayos y ponchos de las culturas locales y también de Macha, Oruro. Algunos cuestan hasta Bs 1.200.

A su lado, de la pared frontal cuelgan unos vistosos ponchos de alpaca y llama, hechos a mano, pertenecientes a la cultura Tihuanacota (Bs 600). Ahí mismo se venden chamarras de alpaca a Bs 110.

Mercantilismo hacia dentro
Es el único día de la semana en que la plaza deja de ser totalmente boliviana (en honor a la verdad, de lunes a sábado son pocos —y antiguos— los guardianes de lo propio, los que cuidan la salud de la “cultura viva”; la inmensa mayoría de los jóvenes ha escapado en busca de superación personal).

En forma paralela al negocio dirigido sobre todo a extranjeros, los domingos se registra una actividad económica distinta, que extrañamente perdura por milenios en esta parte de la América morena: el trueque o intercambio de alimentos.

De esta curiosidad para el visitante se ocupan los indígenas de las comunidades vecinas. Así, por ejemplo, papa, cebada, trigo, haba o arveja se intercambia —en proporciones de equidad— por zanahoria, cebolla, tomate o plátano.

“Turismo dominical”
Humberto Guarayo, joven exdirigente de la comunidad de Pisili, donde llegó a ocupar el cargo de curaca de la Nación Yampara (fue el primer soltero en infringir la norma que exige casados en tal función), admite que “últimamente (Tarabuco) se ha caracterizado como un sitio turístico de Chuquisaca. Pero es eso nomás, los domingos, el resto de la semana, nada”.

Este licenciado en Turismo y estudiante de Derecho en Sucre tiene 25 años de edad y resume lo que ocurre en este lugar como “turismo dominical”. Dice que “el turista viene por la cultura Yampara, ve el trueque y se acabó. Las ventas no son muchas. Y los que venden no son, en su mayoría, los originarios de Tarabuco: hay orureños, paceños, de todo”. No ve con buenos ojos que se ofrezcan artesanías de otros países.

Guarayo rescata el impulso, todavía embrionario, del turismo comunitario, en el que él mismo está abocado los sábados y domingos en Pisili, a cinco kilómetros de Tarabuco. Allí, los turistas conviven unas horas con los comunarios, asistiendo, por ejemplo, a la actividad de las tejedoras de los preciados textiles del lugar.

Pero, descontando estos esfuerzos aislados, Tarabuco “vive” de 9:00 a 14:00. Y solo los domingos. Me lo confirma Cipriano Copa, en otra casa-tienda, desde donde se sincera indicando que el comercio está un “poco bajo”. Él compara el movimiento con el año pasado.

Si los turistas llegan temprano para encender la luz del pueblo que generalmente luce un color opaco, no muchas horas después vuelven a subirse al minibús que los trajo para apagarla, cual paradoja, antes de que caiga la noche. El próximo fin de semana volverá a brillar como solo brilla en Tarabuco, aunque sea, en domingo…


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