Como la chicha al chicharrón, el glamour es asociado a Marcelo Antezana de manera casi inevitable. En su calidad de propietario y director artístico de La Maison – la agencia que representó a bellezas como Paula Peñarrieta, Gabriela Guzmán y Verónica Saba – debe formar a nuevas generaciones de modelos, organizar espectáculos mediáticos y mantener estratégicas relaciones con empresarias y empresarios del medio.
Sin conocerlo, uno imaginaría a Antezana siempre vestido de impecable esmoquin, saliendo de un elegante salón con dos bellas modelos a cada lado, confirmando su asistencia a una importante reunión a través de un celular de última generación, antes de ingresar a un portentoso carro de lujo.
La imagen real, sin embargo, dista mucho de este sesgado estereotipo. No usa saco de diseñador ni calzados de cuero, sino bermudas, chanclas y sudadera, mientras conduce su modesto automóvil rumbo a Agroflori, el único refugio de aves silvestres de la ciudad.
UN ANHELO PERSONAL
Para inicios de la década de los 90, el piloto comercial del Lloyd Aéreo Boliviano, Marcelo Antezana, estaba cumpliendo varios sueños –su agencia repuntaba en la organización de eventos y las modelos bajo su tutela acaparaban más y más atención en concursos y campañas publicitarias–, pero uno quedaba pendiente.
Muchos años atrás, trabajando como ayudante de mecánica de aviación en el aeropuerto de El Trompillo, Antezana observó cómo enormes cantidades de aves exóticas eran exportadas sin mayor problema. “Salían los loros de Bolivia como si fueran salteñas”, relata el entonces joven técnico, profundamente impactado y conmovido por las condiciones en las que estas especies eran transportadas.
El liberarlas ocasionalmente –lo que le causó más de un problema– no era suficiente; fuera de su hábitat, estos animales necesitaban un espacio donde recuperarse del trauma y los daños físicos tras su captura.
Aprovechando las dos hectáreas de terreno que había adquirido en Quillacollo –para cultivo de flores– Antezana comenzó a recolectar más aves. “La verdad, yo también he comprado loros”, cuenta sobre esos inicios, con una vergüenza evidente, ya que tras años de dedicarse a esta labor sabe que aportar al mercado de animales exóticos permite que las capturas continúen.
Con el tiempo, el cariño de Marcelo por sus cada vez más numerosos huéspedes pudo más y el vivero dio paso al refugio privado, que desde el 2011 funciona como un parque abierto al público con el nombre de Agroflori, en memoria de Florencia, la madre de Antezana.
Un paseo por la diversidad
La lorita “Flori” es una anfitriona ejemplar; cariñosa y nada tímida, recibe a los visitantes posándose sobre sus brazos y hombros, pero no por mucho tiempo, la confianza de esta simpática ave cuesta más que un simple halago.
Los incesantes cantos de las aves eclipsan por momentos a la exhuberante vegetación del parque; pero es un ruido agradable, necesario para completar la ilusión de estar en medio de la selva.
Antezana guía el paseo con ayuda de su sobrina y socia en el parque, Soledad Vargas, mostrando primero la sección de loros de la especie Amazona aestiva, uno de frente azul y otro de frente amarilla. “Son muy diferentes”, precisa Marcelo, quien ha leído mucho sobre aves.
Después es el turno de los Pionus leucogaster –muy traficados en Europa, sobre todo desde Brasil, país que permite su comercialización y exportación– de este grupo destaca Precioso, uno de los loritos más populares del parque, sobre todo entre los niños.
Más adelante se encuentra la sección de Amazonas tucumanas. “A raíz del mito de que son los loros más habladores, se los comercializan tanto que están en peligro de extinción”, reflexiona Sole, mirando de soslayo a los dos tucumanos machos.
“En Bolivia, y este es un llamado a la población, todavía se encuentran en domicilios”, dice, invitando a las personas en posesión de estas hembras a donarlas al parque, para posibilitar la reproducción de este grupo.
La monogamia propia de los loros solo dificulta la situación. A Precioso, quien perdió a su pareja, le impedirá hacer una nueva.
Mientras el peligro de extinción en humanos solo se cierne sobre aquellos monógamos, el compromiso de estas aves a una sola pareja durante toda su vida provoca incertidumbre acerca de su continuidad.
A ello hay que agregar la posibilidad de que no se gusten; o bien, busquen un amor imposible. “Hay cada pareja... un loro grande rojo de este vuelo (casi medio metro de altura) se ha emparejado con una verde así chiquitita (15 centímetros como máximo), esa relación es sentimental pero no va a producir nada”, cuenta Marcelo sobre una de las uniones más extrañas del parque.
“Y el momento que tú los separas, se mueren, se empiezan a arrancar las plumas... así son, qué se puede hacer”, dice como un padre resignado.
El problema contrario acecha a las Pionites Melanocephalas (cabeza negra) y Pyrrhura molinae (cotorrilla mejilla verde): la ampliación de la zona agrícola de Santa Cruz. Aunque conscientes de la necesidad alimentaria del país, Marcelo y Soledad lamentan que la deforestación y el incremento de granos ha acelerado la reproducción de esta especie.
“Al volverse más se han convertido en una plaga, entonces los están matando”, explica ella sobre la utilización de veneno al que han tenido que recurrir algunos productores para controlar la sobrepoblación de estas aves.
Violencia y maltrato
En una irónica relación, la belleza de las aves de Agroflori da testimonio de la fealdad e ignorancia humana.
“¿Ven a este loro con el pico chueco?” pregunta Soledad señalando al animalito cuyo dueño le rompió la quijada con un palo. Ahora, a medida que el pico desplazado crece, los cuidadores deben reducirlo para que pueda masticar adecuadamente y seguir alimentándose.
Están aquellos con las patas mutiladas por posarse en cables de tensión eléctrica de las ciudades a donde llegan capturados o desplazados.
Están aquellos que han desarrollado problemas psicológicos a raíz de maltratos o rupturas emocionales. “Psicológicamente un loro tiene la edad de un niño de seis años”, responde Marcelo a las caras de tristeza que ven un loro semidesnudo que “se arrancó las plumas porque en la casa donde estaba no le daban la atención que necesitaba”.
Soledad se refiere a los Aratinga Mitrata con especial indignación. “Los atrapan, les arrancan las plumas, les pintan de otro color, incluso les delinean los ojos,para venderlos como crías de otras especies”, describe con pena.
Desde la captura del ave –apelando a golpes y mutilación de alas–, pasando por su transporte – hasta las horas encajada en tubos o frascos de desodorantes para pasar escondida– hasta su llegada al punto de venta, si aún está viva –donde la exposición a heces de otros animales en jaulas adyacentes podría terminar de destruirla con una infección–, todo el proceso que permite al ciudadano común disfrutar de un lorito en casa no tiene nada de disfrute para él.
“La mayoría de los loros que muere es los que decomisaron de La Cancha. Los que son rescatados de casas tienen mayor chance de sobrevivir”, señala Marcelo, sin negar que los segundos también llegan en situaciones deplorables, sobre todo de malnutrición.
“Lo que queremos es educar, que la gente tome consciencia de la pérdida de biodiversidad”, dice Antezana sobre la misión de este parque, al que la Cooperativa Boliviana de Cemento (COBOCE) donó material para algunas mejoras de infraestructura; mismas que continuarán en los siguientes meses.
El Parque de las Aves Agroflori (así figura en la red Facebook) ofrece belleza y entretenimiento, pero su mayor atracción es la posibilidad de entrar en contacto con seres de gran valor, de aceptar la necesidad de una nueva actitud, una que respete al otro, con alas o sin ellas.
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