Desde niño siempre me fascinó. Lo observaba desde mi ventana, anhelaba ir a su encuentro en la cordillera de La Paz, cerca al Wayna Potosí, su eterno compañero. De cúspides blancas e inmaculadas que se confundían con las nubes, así era el Chacaltaya. No era la más bella de las montañas, sin embargo, tenía su atractivo, su “no sé qué”. Quizás porque en aquella época (que parece tan distante) ya poseía un denominativo que trascendía las fronteras, el de “pista de esquí más alta del mundo”, otro aliciente para levantar la autoestima.
En 2005 una noticia estremecedora anunciaba la desaparición completa de sus glaciares en solo diez años. En efecto, el cambio climático se ensañaba contra él, era otra de sus víctimas, pero se resistía a morir sin dar pelea. Algunos inviernos crudos le favorecieron grandemente. Hasta 2016 conservaba una porción casi imperceptible de nieve. Hoy, contra todo pronóstico, parece ganar la batalla. El Chacaltaya renace de las cenizas como el ave Fénix.
Fui en tour un par de veces, una en 2009 y la última en septiembre de 2013. Un camino ripiado, serpenteante y estrecho da el toque de emoción al último tramo. Desde abajo reconocí la cima, no más ataviada de blancura sino de peñas parduzcas, fiel reflejo de su desnudez. Allí imaginé que vería los “confines del mundo” a más de 5.000 metros de altura, pero en ambas ocasiones el “mal” tiempo confabuló mi intención. Arriba, la niebla brotaba de la nada y ahogaba la visión de 360 grados. En un momento inesperado, muy breve, se abrió una brecha en la espesa bruma. Lo que vi fue espectacular, inolvidable. La Paz y El Alto fusionadas al sur, el lago Wiñaymarca al oeste, lagunas de colores a mis pies y el tata Sajama en la lejanía, el nevado más alto del país. Luego llovió con ímpetu (algo que difícilmente ocurriría en dicha altitud). La gélida ventisca precipitó el retorno. Conservo una piedra laja triangular como obsequio invaluable de la montaña.
El Chacaltaya acoge en su seno a un grupo de edificaciones de notables instituciones. A poco de llegar a la parada, surge el complejo del mundialmente reconocido Observatorio de Física Cósmica de la Universidad Mayor de San Andrés, donde el estudio de los rayos cósmicos que atraviesan la atmósfera es aprovechado al máximo. En lo alto, al inicio de la playa de estacionamiento, se sitúa la antigua estación de esquí del Club Andino Boliviano, es un chalet revestido de piedra laja, donde aún se respira el pasado de gloria proyectado en sus ambientes. Al borde del precipicio, la cabaña de estilo alpino de propiedad del mencionado Club, asoma colorida, en 2016 fue declarada “Patrimonio Arquitectónico de La Paz” (lamentablemente está deteriorada), es visible desde la ciudad con la ayuda de un binocular. Y no me olvido de la estructura meteorológica piramidal, cuyo resplandor es perceptible solo a determinada hora y mes del año desde puntos muy alejados.
Esta montaña también es importante desde la perspectiva hídrica. Por sus pendientes discurren aguas cristalinas que sacian la sed y riegan los campos de cultivo de la puna. Una de esas corrientes desemboca en el río Kaluyo y da origen al Choqueyapu, al sur de la comunidad Achachicala y de la laguna Pampalarama (centro turístico por excelencia). Luego recorre el corazón de la ciudad (su perenne lecho) y, con otro nombre, se adentra en los valles templados de Río Abajo rumbo a la Amazonía.
Hoy, después de mucho, el manto blanco del Chacaltaya despunta nuevamente en los Andes. Renace, no con el esplendor de antaño, pero renace y me entusiasma. Disfruto el momento, no sé si es pasajero, solo disfruto el momento. Marcharé a su encuentro para entretejer ¿acaso? una utopía de un mundo más humanizado y menos destruido.
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