domingo, 30 de diciembre de 2018
En las grietas de Torotoro
No conocen Torotoro”, asegura Mario Jaldín en el momento en que enciende la vagoneta Toyota Hilux para dirigirse a la Catedral de Itas y a Toro Rumi, lugares que protegen rocas multicolores y de formas singulares que contienen información geológica, paleontológica y espeleológica, en dos rutas por debajo y encima de este territorio potosino.
A Mario no se le notan los 67 años de vida. Con una mochila pequeña, zapatos para caminata y un chaleco que le acredita como guía, su paso es ágil y apurado. Es que desde hace medio siglo ha recorrido Torotoro y conoce —afirma— todos los rincones de esta región.
Al seguir por el trayecto que tiene como fondo un sinfín de cerros con picos que parecen dentelladas de dinosaurios, el vehículo se detiene en lo que Mario denomina el vagón, una formación de cuatro metros de alto y 12 de largo, que adelante tiene un hueco que se parece a una cabina.
Al caminar por este suelo es recomendable mirar al piso, ya que se puede hallar una huella de animal o de una planta que se petrificó hace millones de años.
A inicios de los años 1970, los pobladores ya conocían las cavernas. “Entrábamos con antorchas, velas o mecheros. Cuando había corrientes de viento y se apagaba el fuego, la gente salía corriendo porque decía que el Diablo estaba soplando”, relata el torotoreño.
Estas formaciones —las huellas, las plantas petrificadas y las cuevas— son el resultado de millones de años, en especial en el periodo cretácico (que inició hace 145 millones y concluyó hace 66 millones), que se caracterizó por climas cálidos y lluvias persistentes que dejaron —explica Mario— a Torotoro debajo de 80 metros de un mar inmenso. Durante todos esos siglos, el agua esculpió las rocas con formas redondeadas, mientras que la acumulación de óxidos de los minerales originó que el terreno parezca pintado de rojo, verde y blanco, especialmente.
Luego de haber recorrido 52 kilómetros hacia el noroeste, el todoterreno se detiene frente a una explanada, donde empieza la caminata por las grietas de Itas. Para iniciar la aventura es necesario rodear una roca de tono anaranjado, hasta llegar al resquicio de dos bloques de piedra, que llevan a espacios multicolores, para lo que es necesario saltar entre piedras grandes, atravesar plantas espinosas o agacharse para pasar por espacios angostos.
En un descanso, el guía señala un par de huecos esféricos que parecen cavidades oculares: reciben el nombre de ñawis (palabra quechua que significa “ojos”), que se formaron por la fuerza de remolinos de agua y piedras finas. Minutos u horas de caminata son lo de menos, ya que la curiosidad y las ganas de seguir maravillándose con el territorio es más fuerte que el cansancio y una posible pequeña herida.
La comprobación de que vale la pena estar en esta travesía ocurre cuando los visitantes llegan a Waka Pakana (que significa “donde ocultan las vacas”, en quechua), una grieta amplia en la que ladrones escondían a estos mamíferos. “Los introducían por una pequeña abertura para mantenerlos adentro. A pesar de ese pasado relacionado con el delito, el lugar es hermoso, cubierto con vegetación”, dice Mario.
El descenso se detiene en unas cuevas con paredes que tienen pinceladas de rojo, verde, anaranjado y blanco, y con bóvedas que se asemejan a catedrales. Al pasar por los subterráneos, el guía se para en un espacio donde probablemente, hace muchos años, los viajeros se quedaban a descansar y, para pasar el tiempo, dibujaban plantas y animales con los que convivían y que, debido a los hongos, de a poco están perdiendo su color.
De las cinco cuevas que son visitadas, la que más llama la atención es la Catedral Gótica o Inca P’iso (Pájaro de Inca), un cúmulo de rocas que forman una bóveda gigante, que da la impresión de estar en una catedral inmensa de varios túneles. Por las líneas y colores que se intensifican con la luz solar, este espacio parece una pieza del pintor Vincent van Gogh.
El recorrido continúa por otras galerías, donde solo queda sentarse en la arena para admirar las obras que el agua y el viento hicieron en millones de años.
La siguiente parada es Toro Rumi (“toro petrificado”, en quechua), aunque primero hay que disfrutar de deportes de aventura, practicando rapel (descenso en paredes de roca de 35 metros de alto), tirolesa (cable de acero de 50 metros de largo que tiene cierta inclinación para que el aventurero baje con la ayuda de una polea) y escalada en roca, que Demnis Jaldín —hijo de Mario— organiza junto a cinco expertos en esta actividad.
Este es el preámbulo para conocer otro atractivo de Torotoro, para el que se debe atravesar, en cuclillas, una abertura de menos de un metro de alto. El asombro es inmediato cuando se baja por un hueco protegido por pedruscos rojizos y verduzcos de al menos dos metros de altura.
Si hay un lugar donde uno se siente pequeño es entre estas rocas enormes, que apenas dejan pasar un poco de luz o el cuerpo de un ser humano, por lo que ha sido llamado el Laberinto de Gigantes.
En la superficie espera un terreno pétreo con fisuras que se asemejan al caparazón de un reptil inmenso y que en ciertos lugares toman la forma de hongos. “El lugareño ya conocía estos sitios, pero no le daba importancia”, comenta Mario mientras sus pasos ágiles le llevan a Torotoro, municipio que tiene mucho más por mostrar a sus visitantes.
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